lunes, 21 de diciembre de 2009

Parálisis del sueño

Una dolencia propia me hizo encontrar una buena imagen para describir el momento actual de nuestro país. “Parálisis del sueño”: así se define científicamente a aquel periodo de inhabilidad para realizar movimientos voluntarios estando el individuo consciente de su situación y de su entorno.

Chris French, profesor de sicología en la Universidad de Londres, explica que, durante la primera fase del sueño, el cuerpo se paraliza para evitar que el individuo represente físicamente sus ensueños. En los episodios de parálisis del sueño, sin embargo, el individuo es capaz de percibir que no se puede mover. Estos episodios, extremadamente comunes según la clasificación de los trastornos del sueño (40 a 50% de las personas lo experimenta al menos una vez en su vida), suelen producir ansiedad y angustia.

Para superarlos, algunos médicos recomiendan centrar la atención en mover los dedos de los pies o de las manos, de modo que la actividad cerebral restablezca la capacidad motriz.

La conciencia apostada a superar una atonía consciente.

México vive un episodio de parálisis del sueño. La conciencia colectiva advierte que el cuerpo social es incapaz de sacudirse. Mientras la razón pública reclama fuerza, vigor y energía transformadores, los brazos languidecen en espera de mejores condiciones para tal o cual reforma, de tiempos más oportunos para la construcción de las soluciones a nuestros problemas.

El individuo social percibe con angustia y frustración los efectos paralizantes del sueño de la siguiente elección o del fracaso del adversario. La conciencia está activa, tiene claras las prioridades, pero los músculos no saben cómo ni cuándo moverse. México es como aquella mujer que Johann Heinrich Füssli pintó en su famoso cuadro La Pesadilla: inerte sobre el diván de sus complejos, expiada por la sonrisa burlona de su incapacidad para soñar su futuro, paralizada por el demonio de su pasado.


Fijar la atención en mover los pies o las manos. La posibilidad de que ciudadanos presenten propuestas de ley; las candidaturas independientes; el poder de juzgar con el voto el desempeño de los legisladores y de las autoridades municipales; los incentivos para que las iniciativas del Ejecutivo se discutan en un periodo limitado de tiempo; la reducción en diputados y senadores, para hacer más eficiente el trabajo parlamentario; la segunda vuelta presidencial con elecciones legislativas desfasadas; la capacidad del Presidente de observar parcial o totalmente las decisiones del Congreso, y la exigencia de una mayor representatividad para conservar prerrogativas como partido, son todos mecanismos para que el sistema político supere su parálisis. De eso se trata la reforma política que el Presidente propuso al Congreso: extremidades en movimiento, instituciones eficaces para atender los pendientes históricos, conciencia que moviliza a través de ciudadanos más actuantes, con amplios espacios de participación y, por tanto, mayor responsabilidad sobre el destino colectivo. Reglas que disuelvan los efectos paralizantes del interés parcial o del sueño personal. Herramientas para que la razón pública se exprese ágilmente en mayorías. Impulsos de la conciencia para salir de la atonía.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Reformar al Congreso

En el debate sobre la necesidad de modificar las reglas que articulan al sistema político mexicano no se presta suficiente atención a la reforma del Congreso. Siempre que se habla de la reforma política se asume que es indispensable poner fin a la parálisis política, pero pocas veces se reflexiona sobre las condiciones en las que funciona el Congreso mexicano. En ese debate se ha obviado una pregunta central: ¿las reglas que rigen la actividad parlamentaria incentivan la construcción de acuerdos y posibilitan el juicio ciudadano sobre el comportamiento de los legisladores? Intuyo que no. La normativa vigente responde todavía a un régimen de mayorías monocolores. Si bien son necesarias reformas que hagan viables las decisiones políticas en contextos de pluralidad política y de gobiernos divididos, es igualmente cierto que el Congreso debe ser objeto de una revisión profunda. Y en esa ruta deben, a mi juicio, atenderse dos cuestiones.

En primer lugar, los procesos parlamentarios se rigen formalmente por un reglamento que data de 1934, cuyas prescripciones han sido superadas por la realidad. Se trata de una norma ineficaz para encauzar institucionalmente la deliberación y dar certidumbre y previsibilidad a la formación de la voluntad legislativa. Frente a la ineficacia de este cuerpo normativo, en las legislaturas recientes se ha recurrido a los acuerdos parlamentarios para normar aspectos específicos del funcionamiento del Congreso.

Estos acuerdos no son sino pura y contingente discrecionalidad. Los procesos parlamentarios, desde la creación de leyes hasta los distintos instrumentos de control y vigilancia sobre otros poderes, no están sujetos a un marco de referencia estable e indisponible. No hay incentivos a la cooperación, previsiones expresas sobre el flujo de los procesos, ni es posible identificar cuál ha sido la posición asumida por cada legislador en torno a una determinada pieza legislativa. Podemos conocer el resultado, pero no la contribución y las actitudes de cada uno a lo largo del tiempo, lo que sin duda impide la asignación de créditos y responsabilidades. Sin reglas claras y preestablecidas, la dinámica parlamentaria es energía desatada, territorio sin ley. Cruel paradoja: en la casa de los hacedores de la ley, no hay ley que mande.

El segundo problema práctico es también una ausencia, un vacío. El derecho parlamentario no fija derechos y obligaciones concretas para los legisladores. No establece mecanismos para sancionar conductas disruptivas. Prácticamente en todos los parlamentos democráticos del mundo se prevén procedimientos para juzgar las conductas que impidan el normal funcionamiento de la institución, así como consecuencias frente al incumplimiento de las obligaciones que corresponden a los legisladores. Al mismo tiempo, se contemplan derechos específicos y recursos ante la justicia para evitar que una mayoría impida el ejercicio de la función legislativa. En el parlamento mexicano se puede tomar la tribuna impunemente e igualmente se puede impedir que un legislador presente una iniciativa sin remedio alguno. El peor de todos los mundos.

La reforma política debe partir de la reforma al Congreso. De una reforma estructural que le dé al parlamento mexicano instrumentos para dinamizar internamente la función legislativa, y así hacer funcional a la democracia en su conjunto.

martes, 8 de diciembre de 2009

Fortalecer a la CFE

La Comisión Federal de Electricidad nació para igualar a los mexicanos en el acceso a la energía eléctrica. Hacia finales de la década de los 30, cuando fue creada, sólo 38% de los mexicanos contaban con ese servicio. Esta escasa penetración obedecía a razones de mercado: la Constitución del 17 permitía a los particulares generar electricidad y prestar dicho servicio, por lo que se enfocaron fundamentalmente a zonas urbanas de mayor rentabilidad. Dado que el mercado de la electricidad estaba sujeto a escasa regulación del Estado, las poblaciones rurales, donde habitaba más de 62% de la población, y las actividades productivas, se desarrollaban con baja tecnificación, no formaban parte de las prioridades de expansión de la industria naciente. Sin embargo, la demanda aumentaba y, por tanto, los precios del servicio. Lázaro Cárdenas, consciente de las dificultades de repetir la receta expropiatoria aplicada a las empresas petroleras, optó por intervenir en el mercado de dos maneras: convirtió al sector en un “mercado privado regulado” y, al mismo tiempo, creó un agente público para prestar el servicio de manera directa, sobre todo en zonas que no generaban incentivos para los privados. La CFE es resultado de la combinación entre regulación y competencia para aumentar la oferta, bajar los precios y asegurar que un mayor número de mexicanos tuvieran energía eléctrica.

La nacionalización de la industria eléctrica convirtió, en la ley pero no en los hechos, a la CFE, en monopolio público. La compañía coexistió con otras cuatro que antes habían sido propiedad privada pero que, después de la nacionalización, se hicieron públicas a través de la adquisición de su capital accionario. Por razones de índole política y, en particular, debido a la influencia del sindicato de electricistas, esas compañías, que operaban en el centro del país, no fueron liquidadas, sino que se “fusionaron” a un ente público, nuevo en papel pero con pesadas cargas en su haber: Luz y Fuerza del Centro. Desde ahí, la historia que todos conocemos.

La ley que rige a la CFE se reformó por última vez hace más de tres lustros. En los últimos años, la gestión de las empresas públicas se ha fortalecido con instrumentos como la participación de consejeros independientes en la toma de decisiones corporativas, comités de auditoría y órganos de vigilancia externa, programas y presupuestos con base en resultados, evaluaciones permanentes al desempeño. El mundo ha reconocido derechos de los usuarios de los servicios públicos y se han legislado mecanismos para hacerlos exigibles, como la reparación del daño a causa de la mala prestación del servicio. En suma, el Estado somete a este tipo de organismos a controles más estrictos y les impone obligaciones claras en beneficio de las personas.

Para fortalecer a la CFE, presenté el pasado 1 de diciembre una iniciativa de reforma a la ley que la rige. Para hacerla más transparente, más moderna y proteger los derechos de los usuarios. Una reforma impostergable hoy, cuando la CFE asume a plenitud la misión que motivó su creación: igualar a los mexicanos en el acceso a un servicio público con calidad.

martes, 1 de diciembre de 2009

REFORMA: Plantean modificar su estatuto jurídico para garantizar que prestará el servicio público con calidad y calidez

El subcoordinador de proceso legislativo del PAN en la Cámara de Diputados, Roberto Gil, propuso una reforma para dar a la Comisión Federal de Electricidad (CFE) una nueva estructura que le permita asumir las funciones de la extinta Luz y Fuerza del Centro (LFC) y transparentar su toma de decisiones.

La iniciativa, turnada a comisiones para su análisis, pretende modificar la Ley del Servicio Público de Energía Eléctrica para incorporar a tres consejeros profesionales, nombrados por el Ejecutivo federal y ratificados por el Senado.

"Para garantizar lo anterior, los consejeros deberán ser ciudadanos por nacimiento, profesionales en áreas afines a la industria energética, habiéndose desempeñado destacadamente en dichas áreas, trabajo o actividades de investigación o docencia, y no tener o haber tenido él o sus familiares en primer grado, alguna relación contractual, laboral, profesional o cualquier otra actividad relacionada con CFE, durante los 2 años previos a la designación", señala.

Además, se plantea que la vigilancia interna y externa de la CFE sea realizada por una articulación de órganos con facultades diferenciadas entre sí: el Consejo de Vigilancia, el Comisario, el Órgano Interno de Control, la Auditoría Superior de la Federación y un Auditor Externo.

Este conjunto de órganos de vigilancia y auditoría tendrían la tarea de revisar el destino y aplicación de los recursos públicos federales que reciba la compañía, por cualquier modalidad.

La propuesta panista contempla también establecer un capítulo especial que faculte, en términos precisos y concretos, los derechos de los usuarios de los servicios públicos de energía eléctrica y, por otra parte, asigne concretamente las obligaciones a las que está sometida la empresa pública respecto de sus usuarios.

Gil Zuarth mencionó que la CFE debe modificar su estatuto jurídico precisamente para garantizar que prestará el servicio público con calidad.

"Al asumir las funciones de Luz y Fuerza, se torna impostergable que la CFE cuente con un marco normativo moderno y eficaz que responda al objetivo de incorporar las mejores prácticas de gobierno corporativo en el desempeño de ese organismo, y maximizar así las condiciones de transparencia, rendición de cuentas y confianza bajo las cuales la compañía se organiza, toma decisiones y satisface la demanda de las personas", expuso.

lunes, 30 de noviembre de 2009

El ser y tiempo de las reformas

Palabra y tiempo. Las dos esencias que, según afirmaba Carlos Castillo Peraza, siguiendo a Martin Heidegger, entrelazadas definían a la política democrática. La primera, la palabra, denota el instrumento que le es propio. La segunda, el tiempo, representa su dimensión humana, material, histórica. Instrumento y propósito, medio y fin. Así, la política es palabra, diálogo, argumento que no sirve a misión especulativa, sino a transformar la realidad, a perfeccionar la vida colectiva, a cambiar el destino de una comunidad de seres racionales distintos pero iguales. Es actividad deliberativa del hombre y para el hombre en su específica circunstancia histórica.

El tiempo le impone a la política sentido de necesidad y de urgencia. Acota sus fronteras, fija un cauce. Palabra sin tiempo es academia, oráculo, púlpito. Tiempo sin palabra es dictadura de la fuerza, de la naturaleza o de lo divino. La política democrática comprende dos mecanismos para provocar que la palabra se materialice en el tiempo, para que el diálogo se convierta en voluntad: los votos y las mayorías. Dos artificios institucionales que ponen fin pacífico a la deliberación. Las razones expresadas en voz alta alumbran la inteligencia y agitan las emociones, pero los votos y las mayorías asientan las voluntades, las agregan en un sentido práctico, reducen la complejidad del hecho de la pluralidad a una decisión vinculante para todos.

El Presidente de la República ha convocado a hacer las reformas con sentido de urgencia que México necesita. La reforma política que le imprima eficacia a la relación entre poderes y fortalezca el vínculo entre representantes y representados; la fiscal, que fortalezca la capacidad tributaria del Estado, amplíe las condiciones de trasparencia en el ejercicio del gasto y elimine privilegios; la de telecomunicaciones, que abra el mercado y disuelva monopolios; la laboral, que introduzca elementos de flexibilidad en las relaciones sin menoscabo de la justicia; la educativa, que haga de la calidad regla y medida del desempeño del sistema; una nueva generación de reformas energéticas que permitan mayor inversión concurrente en el sector. No cabe ni vale espera alguna. La legitimidad de la política democrática puede vaciarse en la percepción de inacción, de inmovilismo, en la palabra sin tiempo.

La deliberación no ha de ser ejercicio estéril. Sí, es necesario convencer sobre los detalles de las políticas públicas. Debe razonarse en público sus objetivos, principios y pretensiones. Al mismo tiempo, sin embargo, debe hacerse un meticuloso ejercicio de construcción de mayorías: desplegar todas las capacidades institucionales de persuasión y negociación; asignar créditos por la cooperación y responsabilidades por la obstrucción; cultivar aliados en el espacio público sobre la base de una agenda concreta, ambiciosa, pero asequible.

Las reformas deben someterse al imperio del tiempo. Para hacer útil la palabra y evidenciar con claridad quiénes están por la modernización del país y quiénes en el púlpito del interés propio.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Un presente para México

En la edición de noviembre de la revista Nexos, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín publican un sugerente ensayo sobre el futuro de México. El texto gira en torno a una idea: el país vive un momento de irresolución por su incapacidad para superar la herencia de su pasado y de redactar una nueva épica de futuro. Para sortear ese momento, afirman, es preciso persuadir a la clase media de que tome las riendas de la transformación social. El futuro, parece ser el consejo, debe construirse desde la virtud del “término medio”. Con un indiscutible aroma aristotélico, Castañeda y Aguilar entienden que en la clase media mexicana del siglo XXI está el motor moral del cambio: en la ciudadanía susceptible a la globalización y abierta al mundo; en la oscilante voluntad electoral que disuelve el veredicto del voto duro; en el individuo que padece la ineficacia del Estado y la voracidad de los monopolios públicos y privados; en los trabajadores formados en la cultura del empeño; en el pequeño empresariado emprendedor; en el consumidor que satisface necesidades más allá de la mera subsistencia; en los millones que pagan impuestos y se someten voluntariamente a la ley; en la silente mayoría que pocas veces se moviliza y, al mismo tiempo, no tiene los medios para influir en las decisiones políticas.

En esa evocación a la clase media radica la clave del propósito político de Castañeda y Aguilar. Martín Lutero clavó sus 95 tesis en las puertas de la iglesia de Wittenberg como un desafío a la Iglesia. Castañeda y Aguilar clavan su proclama en las puertas de la elección de 2012, en la que, sin duda, la clase media será factor decisivo. El proceso electoral debe ser, a su juicio, ocasión para un refrendo sobre el futuro. Trazar una ruta de modernidad exige que el dilema del ciudadano frente a las urnas no sea en torno a personas o partidos, sino una apuesta por un programa, una agenda de soluciones a los problemas ya conocidos y muchas veces diferidos. Paradójicamente, proponen salir del pasado recurriendo a la vieja retórica de la refundación sexenal de la República: la elección presidencial como el salto cualitativo entre las desventuras del presente y el futuro prometedor; la campaña presidencial como interludio político para trazar la narrativa que desate el entusiasmo colectivo y el empeño reformador; el Presidente electo como el gran orquestador de un mañana esplendoroso, con mayor razón si proviene de una coalición ciudadana o de una concertación nacional que trascienda la mezquindad de los políticos.

Gilles Lipovetsky afirma que el futuro hay que construirlo al mismo tiempo que el presente. El momento de irresolución que enfrenta el país exige desatar hoy las energías de cambio. Diferir las soluciones a la próxima convocatoria electoral es un desperdicio de tiempo. Es hora de clavar proclamas en la clase política para inducir a las reformas, de crear un contexto de exigencia que venza a la inacción, de abandonar esa estéril lógica de que sólo se define futuro en el momento electoral. Es tiempo de movilizar a la sociedad entera para que demanden resultados a sus gobiernos, como ciudadanos actuantes y no como meros electores.

No hay futuro para México sin presente, sin ese presente que a veces se olvida construir.

martes, 17 de noviembre de 2009

Nueva tarea

Desde que en nuestro sistema político se instaló el hecho de la pluralidad y éste tuvo expresión en las sedes de decisión, se han planteado un conjunto de cuestiones que versan sobre el problema de la funcionalidad y eficacia de la democracia en contextos de gobiernos divididos, es decir, situaciones en las que el jefe del gobierno no cuenta con una mayoría estable para impulsar sus políticas desde el Congreso. Las preguntas asociadas a este problema son recurrentes. ¿Qué reformas son necesarias para que los problemas sociales encuentran respuestas prontas de los poderes públicos? ¿Cómo hacer para que la pulverización del poder público no se traduzca en parálisis? ¿A través de qué tipo de instituciones y prácticas sociales debemos procesar el disenso, por lo demás consustancial a un régimen pluralista y competitivo? ¿Cómo hacer para que la pluralidad política sea un factor de legitimación de las decisiones colectivas; el vehículo para trasladar los intereses sociales a los espacios de decisión política?

Algunos principios de respuesta han sido intensamente discutidos en tiempos recientes. Enuncio simplemente algunos: se ha sugerido abandonar el sistema presidencial de gobierno y adoptar, en consecuencia, un sistema parlamentario o semipresidencial. Se ha propuesto también modificar el sistema electoral a fin de inducir institucionalmente la existencia de mayorías legislativas (segunda vuelta, aumento del umbral electoral, para reducir el número de partidos con representación parlamentaria, etcétera). Otros, desde una perspectiva más modesta y quizá más realista, han puesto el énfasis en pequeñas transformaciones, como por ejemplo sujetar a plazos ciertos el procedimiento legislativo; introducir la tramitación preferente de iniciativas del Ejecutivo; la denominada toma en consideración o la afirmativa ficta legislativa; la reelección consecutiva de legisladores, entre un sinnúmero de propuestas. Más allá de la multiplicidad de alternativas de solución, es claro que nuestra democracia requiere modificar las reglas relativas al ejercicio del poder político, de manera tal que existan incentivos claros a la cooperación entre los partidos políticos, o bien, que resulte costosa la obstrucción mezquina.

El Congreso federal concluirá en las próximas horas una de sus tareas fundamentales: determinar los ingresos públicos y definir la orientación del gasto estatal. Habrá atendido entonces una de sus ineludibles obligaciones constitucionales. Superado este paso, es imperativo que asuma una nueva tarea: la reforma política. Un conjunto de reformas que no se concentran en las reglas electorales, sino que fijen su atención en la relación entre los poderes públicos y que, a su vez, generen un contexto de exigencia alrededor de los procesos de toma de decisiones políticas. Un conjunto de reformas asequibles, concretas, que no pretendan la refundación de la República. Por el contrario, medidas legislativas dirigidas a introducir elementos de eficacia en la acción de las instituciones políticas y que fortalezcan los vínculos de representación, para hacer de la democracia mexicana cohesivo social y palanca de transformación.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Entre lo deseable y lo posible

La distinción entre lo deseable y lo posible ha servido para justificar dos males políticos: el voluntarismo y la ineficacia. Lo deseable ampara la creencia de que la convicción es suficiente para transformar la realidad, que basta con militar devotamente en torno a ella para generar bienes públicos, que la voluntad hecha discurso es el factor de cambio moral y político. Lo posible deposita el valor del resultado en el resultado mismo: es argumento que impide el juicio de la decisión política bajo el imperativo de la eficacia. Si lo deseable evade los costos de la cooperación en la fidelidad a los principios, lo posible endulza la incapacidad para utilizar los instrumentos del poder y persuadir a la acción colectiva. Lo deseable y lo posible son dos formas políticas de la renuncia: de un lado, la claudicación a conciliar distintos intereses, a construir un equilibrio entre la convicción propia y la razón del diferente; del otro, la renuncia a la política como acicate para incitar a las definiciones, de la política que acorrala u oxigena, que atribuye responsabilidades o asigna créditos, que no es mera resignación frente al deseo del adversario.

Para unos, el paquete fiscal aprobado es reprochable porque está lejos de lo deseable. Para otros, es correcto desde la simplicidad de lo posible. Este juicio abstracto desprecia el examen de su contenido. Para los voluntaristas, son medidas que no atienden la esencia del problema, que se extraviaron en la inercia de la coyuntura. Si los políticos fueran patriotas, se dice desde el púlpito de lo deseable, hubieran tomado sanas decisiones, esas decisiones obvias que los políticos pueden advertir sin las anteojeras del interés parcial. Desde la candidez de lo posible, es el paso que el país esperaba para preparar su desarrollo futuro. Su existencia misma —el hecho de su aprobación— es la regla y medida de su valor. Lo que importa es que se logró; todo lo demás es irrelevante.

El paquete fiscal tiene, como toda política pública, aciertos e insuficiencias. Sus aciertos están en la prudencia al recurso del déficit; en la serenidad frente a la incertidumbre del petróleo; en el hecho de que los gravámenes al consumo son, después de casi 14 años, objeto de discusión y de decisión; en la racionalización de un régimen fiscal —la consolidación— que se ha convertido en un privilegio para los que más tienen. Sus insuficiencias residen en aquello que la política no consiguió: cerrar los huecos de la fiscalidad, ampliar la base con un impuesto que cruce toda cadena de producción y consumo y que genere incentivos y controles para el pago de los tributos.

Lo deseable debe fijar el piso de las decisiones futuras; lo posible, situar el contexto en que cada decisión se adopta. Ese es el sentido de la realidad del que hablaba Isaiah Berlin o el instinto histórico de Ortega y Gasset. Este ciclo fiscal abrió debates y puso en evidencia la necesidad de decidir. Es hora de una reforma fiscal que no se quede en el discurso de lo deseable ni en la claudicación de lo posible.

lunes, 12 de octubre de 2009

Luz y Fuerza del Centro

Luz y Fuerza del Centro no debería existir. Su acreditada ineficiencia es razón suficiente para arribar a esa conclusión. Pero cuando afirmo que no debería existir pretendo subrayar otro dato: su creación no fue producto de una política pública razonada, sino la expresión más acabada del fracaso en la implementación de una estrategia de gobierno.

Desde principios del siglo XX, los particulares, mexicanos y extranjeros, podían participar en la generación, el transporte y la comercialización de energía eléctrica. Ese régimen no fue alterado por la Constitución de 1917. Hacia 1940, en pleno auge del nacionalismo revolucionario, la demanda por la estatización de la industria eléctrica creció notablemente. Para dar cauce a ese impulso, y consciente del riesgo de repetir la receta de la expropiación petrolera, Lázaro Cárdenas promovió la creación de la Comisión Federal de Electricidad. La apuesta era incidir en el mercado desde la lógica del mercado: la empresa pública competiría con las empresas privadas, se aumentaría la oferta y, por tanto, los costos del servicio tenderían a disminuir. Conforme se asentaban las estructuras corporativas, el régimen asumió una de las pretensiones más visibles del sindicato de electricistas.

La nacionalización llegaría en las décadas de los sesenta y de los setenta. Con el argumento de que era necesario concentrar en una sola empresa pública la prestación del servicio en todas sus fases, se constitucionalizó el monopolio del Estado, se eliminaron las concesiones particulares y se ordenó que la CFE adquiriera la titularidad de las empresas privadas. No se expropiaron: el gobierno, a través de la CFE, las compraría para luego liquidarlas. Entre el paquete de esas empresas privadas estaban cuatro: Compañía de Luz y Fuerza del Centro, Compañía de Luz y Fuerza Eléctrica de Toluca, Compañía de Luz y Fuerza de Pachuca y Compañía Mexicana Meridional de Fuerza.

Esas empresas nunca fueron liquidadas, sino que se fusionaron en un nuevo organismo público. En efecto, el proyecto de hacer de la CFE la única empresa pública fracasaría en definitiva con el decreto presidencial que creó Luz y Fuerza del Centro, expedido a principios del convulso año de 1994. Los pasivos fueron íntegramente absorbidos por éste. El decreto es premonitorio de lo que vendría después: LyF nació con un programa de saneamiento y una importante provisión de recursos presupuestales detrás.

Pero siempre fue inviable. Su extinción es la oportunidad de evitar que se agudice un problema. Es una medida de racionalidad en el ejercicio del gasto público. Ese organismo costaría al erario poco más de 30 mil millones el año que entra, es decir, dos veces el Seguro Popular. Recursos que no han servido para mejorar la calidad del servicio, sino sólo para pagar los 25 mil millones de pesos que cada año cuestan sus pensiones. La creación de Luz y Fuerza fue la claudicación del régimen frente al poder de un sindicato. Su extinción corrige un fracaso que ha costado mucho dinero.

lunes, 5 de octubre de 2009

La ética de los impuestos

Apocos les gusta pagar impuestos. Varios arquearíamos una ceja frente a quien dijese experimentar exultante excitación al girar un cheque al fisco o frente a aquel que voluntariamente aportase al gobierno más de lo que debe. La explicación es simple: al pagar impuestos sacrificamos riqueza. Dejamos de consumir hoy o mañana. Cedemos parte de nuestra libertad de elección: renunciamos a ciertos bienes o servicios a cambio de la provisión de otros por parte del gobierno, aun cuando éstos no se ajusten en lo absoluto a nuestras preferencias. Dado que difícilmente un individuo puede cambiar de Estado y optar por otro que satisfaga mejor sus deseos, el consumo colectivo que se realiza mediante la intervención del sector público es inevitablemente obligatorio. A través de los impuestos se “consumen” escuelas públicas aunque usted no tenga hijos; se “compra” la sanidad pública a pesar de que usted cuente con los medios para procurarse atención privada. Nace aquí una objeción habitual en contra de los impuestos: ¿por qué pagarlos si cada individuo puede procurarse de mejor manera sus necesidades y preferencias en los mercados privados, es decir, sin interferencias de terceros (en particular del gobierno) sobre su libertad de elección?

Dice Joseph Heath que el gobierno es el vehículo que utilizamos para organizar una parte de nuestro gasto (Lucro sucio, 2009). Con sus impuestos, los individuos trasladan al sector público la función de “comprar” ciertos bienes y servicios, precisamente como alternativa socialmente valiosa al “consumo privado”. Los bienes y servicios que el gobierno paga con los impuestos sirven para satisfacer las necesidades de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos. Esta es una razón fuerte para asumir que las personas con menor capacidad de acceso a los mercados privados, es decir, los pobres, tienden a preferir los sacrificios en lo relativo a la libertad de elección a cambio de una mayor provisión a cargo del sector público. Y es que, entre mayor nivel de recaudación, mayor nivel de compras colectivas y, en consecuencia, mayor acceso de todos a bienes y servicios prestados por el gobierno, en particular de quienes no pueden optar por una alternativa. La justificación ética de los impuestos radica en su capacidad de igualar a los individuos en el acceso a ciertos bienes y servicios y, además, de corregir las insuficiencias del mercado. Los impuestos limitan la libertad de unos precisamente para promover las libertades de otros. Permiten que el gobierno ofrezca lo que el mercado, por ausencia de incentivos o por fallas, es incapaz de satisfacer.

Ver a los impuestos desde la perspectiva del consumo colectivo puede modificar sensiblemente el marco de referencia de la discusión sobre la política fiscal. La pregunta importante no es cuál nivel agregado de impuestos es deseable, sino qué queremos comprar como sociedad a través del sector público y con qué valor el gobierno es capaz de proporcionarlo.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Crónica de una comparecencia

Al filo del primer cuarto de las 11 se declaraba el inicio de la sesión. Todo seguía su rutina habitual. No se trataba de una reunión cualquiera. Su propósito la definía en su circunstancia: la cuarta comparecencia de un secretario ante la nueva Legislatura. La Cámara había sido convocada para ejercer una de sus funciones básicas de control: el análisis del Informe presidencial sobre el estado que guarda la administración pública federal. Tocaba el turno al secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. El mismo formato tedioso e interminable, políticamente infructífero, socialmente inútil. Monólogo entre sordos, bullicio improductivo, debate sin conclusiones y compromisos sobre las políticas públicas en curso o las deseables. Y si el formato en nada contribuía al ejercicio sereno de una responsabilidad republicana, desde temprana hora el clima habría de descomponerse por la actitud de sus integrantes. Un legislador, escudado en un pernicioso entendimiento de sus prerrogativas deliberativas, aprovecharía el espacio con el fin de calumniar al secretario compareciente. Desde el piso de la Cámara lo insultó con un calificativo que no merece repetición, porque sólo describe en su calidad moral a quien lo expresó. Aquel diputado adujo en su defensa que no puede ser reconvenido por las opiniones que emita en ejercicio de sus funciones. Resulta que esa prerrogativa constitucional no ampara la calumnia y que, además, al proferirlo no estaba en ejercicio de función legislativa alguna. Gritar desde la escalinata del Congreso no es el trabajo para el que un diputado es electo.

Después vendrían las puestas en escena, la utilería que sólo busca la foto de coyuntura, la mañosa artimaña de un político extraviado en glorias pasadas, los discursos que olvidan la responsabilidad propia en la generación del problema y en la construcción de las soluciones, la velada exigencia de resignación frente a la crítica en aras de la cooperación futura, el protagonismo oportunista animado en la intención de ganar adeptos en las filas propias.

Cruce de frustraciones, de acusaciones, de mezquindades. En medio de todo, un testigo. Un servidor público en la tarea de exponer las razones de sus políticas frente al escrutinio siempre severo de una representación plural. Control constitucional que no evidenció fortalezas o debilidades de las medidas de gobierno. Mera ocasión para las anécdotas de miseria política, estrechez de miras, insuficiencias institucionales y culturales para procesar la diversidad ideológica y las legítimas aspiraciones de poder.

En esa comparecencia faltó política. La política que se inicia en la contención propia, que no sacrifica el fondo por la forma, sino que hace de la forma testimonio de dignidad. Todo quedará en los archivos del Diario de los Debates. Nada más pasará, porque los ciudadanos no pueden castigar a sus legisladores. Pero esa es otra crónica: la de una anormalidad mexicana.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Paquete económico

La discusión sobre el paquete económico ha concluido en una primera etapa. No me refiero a una etapa procedimental o formal, sino a una esencialmente política. La tramitación parlamentaria de las distintas iniciativas fiscales y presupuestarias se inicia con un debate público a propósito de su presentación. Esa es la lógica de la obligación constitucional, del secretario de Hacienda, de comparecer ante los diputados para dar cuenta de su contenido. Es explicable que en esta primera etapa los argumentos de las distintas fuerzas políticas no tiendan hacia un equilibrio reflexivo. El contexto incentiva a resaltar las diferencias. El siguiente paso es la discusión en las comisiones. En esos pequeños espacios deliberativos, las posiciones de los distintos jugadores se modifican considerablemente. Se abre espacio a las razones técnicas, al análisis de los detalles, a la transacción política. La fría serenidad que impone el trabajo de las comisiones motiva actitudes cooperativas. Surgen entonces zonas de consenso que en una discusión general parecen inalcanzables. El proceso parlamentario es justamente combinación de momentos y ambientes, para procesar disensos y alumbrar acuerdos.

Durante estas primeras horas de discusión del paquete económico se han escuchado esencialmente dos objeciones.

Se ha dicho que es inadecuado para superar la crisis que nos aqueja. Este argumento parte de un diagnóstico falso. El problema del país no es una crisis que ya tocó fondo, una coyuntura que el mundo empieza a superar. Lo que debemos resolver es el agotamiento inminente de las reservas de petróleo y, en particular, el declive progresivo de los ingresos petroleros. Se estima que para 2015 la producción será insuficiente para satisfacer la demanda interna, lo que significa que dejaremos de exportar crudo y de recibir dólares por ese concepto. El país necesita encontrar una fuente alterna de financiamiento a su desarrollo. Sólo existen dos opciones: una mayor presión fiscal o deuda. Y la decisión se puede postergar, pero no evitar: tarde o temprano tendremos que aprender a vivir sin petróleo.

Se ha aducido que mientras otros países bajan impuestos y recurren al déficit fiscal como medidas para sortear la crisis, el paquete económico propone exactamente lo contrario. La situación mexicana no es igual a la de otras naciones. México recauda muy poco en comparación con otras economías. La bonanza petrolera generó una fiscalidad esencialmente débil. ¿Para qué preocuparse por generar ingresos tributarios propios si ahí estaba el petróleo para sacarnos de apuros? Sin una plataforma de ingresos estables, la deuda puede superar la capacidad de pago y, además, cuesta más cara, para compensar el riesgo. Recurrir al ahorro externo o al interno de manera imprudente, presiona al alza el tipo de cambio, las tasas de interés y la inflación. Tres efectos poco convenientes para recuperar el ritmo de nuestra economía.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Acción Nacional

Una idea, un liderazgo y una coyuntura. Tres circunstancias que gestaron la fundación de Acción Nacional, según explican Alonso Lujambio y Fernando Rodríguez en el estudio introductorio de la compilación de documentos, actas y cartas que circundaron a la Asamblea Constitutiva celebrada entre el 14 y el 17 de septiembre de 1939, cuya publicación coincide con el septuagésimo aniversario de su realización. En esas tres circunstancias radica la esencia de Acción Nacional. En esas tres circunstancias están también las claves de su futuro.

La idea. “Acción Nacional nació en 1929”, sentenciaba Manuel Gómez Morín ante la Asamblea Constitutiva. Veía en aquel año una dolorosa e infructuosa aventura. En las cartas que escribió a José Vasconcelos, entre 1926 y 1928, había intentado persuadir a su maestro de apostar por la acción política a través de una “organización bien orientada y con capacidad de vida” y abandonar la tentación del entusiasmo de ocasión, los “procedimientos de agudo personalismo”, aquello que se hace exclusivamente “por un hombre y para un hombre”. Gómez Morín veía en los caudillismos la fuente de los males nacionales. Insistía por ello en un programa que señalara el camino que debe seguirse, “una afirmación sincera de valores que puedan dar sentido a cualquier obra” y, al mismo tiempo, en la necesidad de una organización que diera trascendencia a la obra personal. Vasconcelos despreció la idea de un partido permanente. En la experiencia de 1929, dicen Lujambio y Rodríguez, germinó sin embargo la idea de Acción Nacional.

El liderazgo. Gómez Morín pedía a Vasconcelos ponerse al frente de un nuevo “impulso de acción”. Pasarían unos años para que él mismo se propusiera encabezar el esfuerzo que su maestro nunca asumió. La defensa de la autonomía universitaria y de la libertad de cátedra, frente al intento socializante de callistas y cardenistas (1933-1934), lo convirtieron en una figura política de escala nacional y lo acercarían a un grupo de jóvenes universitarios con los que más tarde formaría Acción Nacional. El paso por la Rectoría de la Universidad dio a Gómez Morín el liderazgo político que tenazmente invertiría en la creación de la organización, en un contexto de polarización social, con la clase media, la Iglesia y el empresariado movilizados y, sobre todo, de incertidumbre sobre el rumbo que tomaría el régimen político con la II Guerra Mundial en puerta y el advenimiento de las ideologías totalitarias. Con el recuerdo amargo de 1929, Gómez Morín no desaprovechó esa nueva oportunidad.

La coyuntura. El cardenismo había dividido a la sociedad mexicana. La oposición estaba fragmentada en la ambición de caudillos cultivados en el propio régimen. El triunfo de Ávila Camacho sobre el continuismo de Múgica no dejaba entrever con claridad un programa de rectificación de las políticas cardenistas. Acción Nacional nace con un dilema: participar o abstenerse en la elección de 1940. Según Gómez Morín, participar en esa elección significaba dejarse llevar nuevamente por la ilusión del momento y comprometer el destino de una acción que estaba llamada a ser brega de eternidad. Tomar parte era legitimar un “albur con truhanes profesionales y cartas marcadas”. Adoptar un candidato externo suponía la falsa puerta del personalismo, dejar a su suerte la idea, sacrificar las posibilidades del largo plazo en la coyuntura electoral inmediata. Repetir, en suma, la aventura de 1929.

“Acción Nacional nació en 1929”. Es una idea, la suma de liderazgos, los dilemas que imponen las coyunturas: 1929 enseñó a Gómez Morín que la renovación moral de una sociedad radica en la constante afirmación de fines elevados que dan inspiración a la voluntad individual y colectiva; que más que un iluminado, un hombre carismático o un hombre fuerte, el mejoramiento progresivo de las condiciones espirituales y materiales de una sociedad requiere una generación “libre y limpia”, como aquélla, la de Gómez Morín, la de 1915; que los problemas que nos son propios y comunes se resuelven con la técnica que hace evitable el dolor humano que por evitable es injusto. El futuro del PAN es una permanente convocatoria a una generación que sea capaz de mirar más allá de la agitación temporal y sin trascendencia, de subordinar el apetito personal al bien común. Es el PAN una generación unida en torno a una idea. Una generación dispuesta a enfrentar con responsabilidad y sentido histórico las coyunturas.

martes, 8 de septiembre de 2009

Un pequeño cambio

Nadie objeta la necesidad de lograr reformas en el corto plazo. La tormenta perfecta, como ya algunos llaman a los tiempos que corren, ha provocado una sinfonía reformista. La crisis económica mundial, la escasez alimentaria global, la resaca de la influenza, la caída estructural de la producción petrolera y sus efectos en los ingresos públicos, el desafío latente de la delincuencia organizada a la convivencia colectiva, la sequía y el desabasto creciente de agua, sobre todo en el Valle de México, demostraron que el ritmo de cambios institucionales ha sido insuficiente y que el país está en precarias condiciones para retos imprevistos. La realidad ha hecho palmario que viejos dogmas anclan el desarrollo, que nuestro sistema productivo no es palanca de crecimiento y que las instituciones públicas son impotentes para generar bienes colectivos porque están imbuidas en la inmovilidad que imponen los intereses privados y los corporativos. Se necesitan reformas y cambios culturales; transformaciones institucionales y nuevas actitudes políticas y cívicas. En esa necesidad parece haber germinado un principio de consenso. Sin embargo, ¿por dónde empezar?

La parálisis política se suele atribuir a la mezquindad de los políticos. Se les acusa con frecuencia de evadir la decisión que procura el bienestar general. Los políticos responden a la motivación del interés propio, no así al bien común, a la justicia social o al progreso. Para alumbrar las decisiones políticas necesarias sólo hace falta voluntad. El país no prospera porque los políticos son egoístas, corruptos, tontos o flojos. Si velaran por el interés de todos, hace tiempo que las reformas se hubieren dado. Este alegato voluntarista olvida que las instituciones son precisamente el antídoto para la condición humana y, en particular, los acicates de la política como disputa pacífica por el poder. Fueron los utilitaristas quienes percibieron el poderoso influjo de los incentivos y los desincentivos, del premio y el castigo. La naturaleza ha puesto al hombre, decía Bentham, bajo el gobierno de dos amos, el placer y el dolor. La acción política requiere una arquitectura institucional que motive el entendimiento e inhiba la resistencia al acuerdo; que asigne costos y beneficios por la actitud asumida en un contexto decisorio y frente a un determinado problema social; que haga placentera la cooperación y dolorosa la obstrucción. Piezas de ingeniería que induzcan a la formación de mayorías útiles para no depender de la contingente voluntad. Por ahí se puede empezar.

Antes que una reforma política a gran escala, un pequeño cambio puede alterar la estructura de incentivos a las que se enfrentan los legisladores como actores centrales de la decisión política. Eliminar la prohibición constitucional a la reelección consecutiva de diputados y senadores trasladará a los ciudadanos la capacidad de juzgar su actitud frente a la agenda de reformas que deben acometerse. Introduce un claro aliciente a reaccionar a la demanda real de los ciudadanos: resultados. Mientras persista, las dirigencias partidistas conservarán un alto poder de veto. La experiencia demuestra que la reelección en contextos de gobierno dividido facilita construir mayorías parlamentarias coyunturales. Y es eso lo que justamente requiere el país: mayorías concretas, ideológicamente dinámicas, en temas específicos. La reelección es un pequeño cambio para dar un gran empujón.

lunes, 31 de agosto de 2009

Auditoría Superior de la Federación

Los órganos constitucionales autónomos son invenciones mexicanas. Si las instituciones constitucionales reflejan el ser político y ser histórico de una sociedad, esos órganos no ubicados dentro de la esfera orgánico-funcional de alguno de los tres poderes tradicionales son la respuesta del constitucionalismo mexicano a la desconfianza y el desprestigio de los partidos. Ciertas funciones se sustraen de la división tripartita del poder y se asignan de forma exclusiva y excluyente a un órgano específico, primero para evitar la injerencia dominante de un poder autoritario, luego para dotar de imparcialidad al ejercicio de esas funciones frente a la “corruptora partidización”. No es casual que los órganos constitucionales autónomos estén asociados a la engañosa idea de la “ciudadanización”, ni que se presupongan dogmáticamente que esa condición constitucional de autonomía es el factor necesario y suficiente para que una función pública se realice correctamente. Nuestro constitucionalismo ha cultivado la falsa creencia de que los órganos constitucionales autónomos resuelven por sí los problemas de eficacia y eficiencia en el ejercicio de ciertas atribuciones del Estado, y que ese grado de autonomía es el único arreglo institucionalmente valioso.

Desde esta lógica, algunos proponen convertir a la Auditoria Superior de la Federación en un órgano constitucionalmente autónomo similar al IFE. Subrayo: el planteamiento, hasta donde entiendo, consiste en que la Auditoría deje de ser un órgano con autonomía técnica y de gestión adscrito a la Cámara de Diputados.

La propuesta es persuasiva. Diría que es hasta políticamente correcto acompañarla. Parte, sin embargo, de algunas falsas premisas. Primero, no todas las funciones públicas son susceptibles de depositarse en un órgano constitucionalmente autónomo. Segundo, la Auditoría, como sucede en todo el mundo, tiene ya un estatuto constitucional de autonomía funcional, aunque ciertamente no se trata de un órgano constitucionalmente autónomo. Tercero, lejos de fortalecer los controles sobre la aplicación de los dineros públicos, la autonomía orgánica de la Auditoría Superior de la Federación puede debilitar sensiblemente el sistema de control presupuestal y, en particular, la función de control político del Congreso mexicano. Aclaro: me refiero a la autonomía orgánica, no a la funcional, que desde 1999 ya la tiene.

Desde la declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, se considera como derechos fundamentales del ciudadano “consentir libremente la contribución pública” y “seguir su empleo”. Estos derechos se ejercían a través del representante popular. Convertir a la Auditoría en un órgano constitucional autónomo, terminaría por desdibujar esta función histórica de control presupuestal y, en consecuencia, debilitar una de las dimensiones básicas de la función representativa. Más aún, no advierto en el derecho comparado un modelo exitoso de fiscalización externa y posterior con autonomía orgánica con respecto al parlamento. Los ciudadanos eligen a los diputados antes que para legislar, para determinar el destino de las contribuciones al Estado y velar por su adecuado ejercicio. En esa función participa la Auditoría Superior como órgano técnico. En el control del gasto público, el Congreso y la Auditoría, juntos, son más potentes que separados. De eso se trata la representación política.

lunes, 24 de agosto de 2009

El desierto del pesimismo

El descrédito de las utopías, el fracaso de los romanticismos revolucionarios, los crímenes de los totalitarismos, el individualismo egoísta, la posmodernidad deshumanizante, la constatación empírica de que el sentido de la historia no es el progreso material de la humanidad ni el perfeccionamiento ético del ser humano, dieron al pesimismo poderosas razones para convertirse en dogma y recrearse como actitud política.

El pesimismo se ve a sí mismo como prótesis que separa a la crítica de la complacencia. Anteojos que permiten al crítico ver lo que nadie ve, advertir lo que otros ignoran. Lente que amplifica esos detalles en los que se esconden el mal, la corrupción del poder, la podredumbre de la política. Mientras que el optimismo es el reino de la ingenuidad, la estupidez del autoengaño, la manía de celebrarlo todo, el pesimismo se asume como distancia cauta frente al devenir de las cosas, como excepcionalidad ante la irredimible falibilidad humana, como sacrificio intelectual y moral en pos de la cruel verdad.

El pesimismo, como actitud política, es el temperamento del conservador. El pesimismo niega al cambio utilidad práctica y capacidad persuasiva. El pesimista cree que, premeditada o inconscientemente, la humanidad se dirige hacia destinos aciagos. El cambio sólo genera gananciales contingentes, temporales, accidentales. Del cambio únicamente surgen estadios efímeros que la natural predisposición humana a la desgracia se encarga tarde o temprano de disolver. La función del crítico y del político no es convocar voluntades para modificar la realidad, sino prepararnos para “encarar lo desagradable”, llamar a las cosas por su nombre, anticipar los males. Para el pesimismo, el cambio es la ceguera de la política cándida, de la política romántica. Ante la fatalidad inevitable, el argumento del cambio es la mentira del demagogo o la inocencia del idealista, es manipulación o fatuo optimismo, instrumento de poder o la ridícula creencia de que existe un mañana esplendoroso.

La realidad de México no es alentadora. Sufrimos las consecuencias de la irresponsabilidad, de la ausencia de decisiones oportunas. Pero el pesimismo como estado de ánimo colectivo es la derrota de la política. Hannah Arendt decía que vivimos y nos movemos en un mundo-desierto, pero que no pertenecemos al desierto aunque vivamos en él. La condición humana es la virtud de la resistencia, “el talento para realizar milagros”, “la capacidad de iniciar, de realizar lo improbable”. Arendt advertía del peligro de sentirse en el desierto como en casa. “Sólo aquellos que son capaces de mantener la pasión de vivir bajo las condiciones del desierto pueden armarse con el valor que descansa en la raíz de la acción y convertirse en seres activos”. Pasión y acción son las facultades humanas que, conjugadas, permiten enfrentar la adversidad. La política es acción y pasión en busca de oasis en el desierto. Es libertad que libera, capacidad de actuar en concierto, palabra que enciende las emociones, razones que movilizan inteligencias.

En el desierto del pesimismo la política es muda e inútil. Es conformismo y confort. Resistir al pesimismo no significa defender la boba cantaleta del optimismo; es convicción de que nada está perdido ni escrito para siempre. Si el pesimista debe elevar el tono de sus advertencias, la política debe construir la narrativa que nos ponga a todos a trabajar. Antes de que nos sintamos en el desierto como en casa.

lunes, 17 de agosto de 2009

Esperar un milagro

La Gran Depresión de 1929 heredó a los gobiernos la función de estabilizar la economía en tiempos de crisis. Rompió con el mito de las propiedades autocorrectoras del sistema económico. Para salir de una crisis que afectaba el empleo y amenazaba con provocar las tensiones sociales que había anunciado el marxismo como la antesala de la muerte del capitalismo, los gobiernos echaron mano del déficit público, para drenar los ahorros no utilizados del sector privado a gasto de inversión. Utilizaron el presupuesto como instrumento para generar empleos e impulsar la demanda. El efecto multiplicador del gasto público se encargaría de estabilizar al sistema: animado el ritmo del empleo con la intervención del gobierno, se reactivarían el consumo, la producción y, al final de cuentas, el empleo.

Para atajar la actual crisis económica mundial, los gobiernos recurrieron a recetas que surgieron intuitivamente en la década de los 30 y que luego las teorizaría Keynes. En una reciente colaboración a The New York Times, el premio Nobel de Economía Paul Krugman afirmaba que la intervención de los gobiernos había salvado al mundo de repetir la Gran Depresión. La crisis recordó que los gobiernos no son el problema, sino parte de la solución. Los 787 mil millones de dólares del plan de estímulo de Estados Unidos, los poco más de 500 mil millones de dólares que invirtió China, los 300 mil millones aprobados por la Unión Europea y las medidas que cada gobierno ha impulsado con la receta keynesiana, generaron un efecto combinado que está reanimando lentamente la economía mundial. Esos estímulos han salido de las arcas de los gobiernos (caso chino) o de aumentar el déficit público (Estados Unidos, por ejemplo). Y el sentido común sugiere que la capacidad de apoyar a la economía en tiempos de crisis está íntimamente ligada con su solvencia financiera y su capacidad recaudatoria.

El gobierno debe procurar bienes y prestar servicios públicos. Tiene la función de corregir los desequilibrios, las ineficiencias y las externalidades del mercado. Está llamado a intervenir activamente en la economía: con la política fiscal, la monetaria, con inversión dirigida a cohesionar social y territorialmente a la nación. Para cumplir sus funciones necesita dinero. Pero resulta que los gobiernos se financian a base de impuestos o con deuda. La historia demostró que el Estado es mal empresario, de modo que esperar ingresos por utilidades mediante la realización directa de alguna actividad es una ingenuidad soberana. Peor aún si se trata de la explotación de un recurso no renovable. El problema es que el Estado mexicano recauda poco en comparación con economías similares en valor. Recauda poco porque ha diferido las decisiones difíciles, pero necesarias. Afirma Macario Schettino que México financió su desarrollo durante los primeros 40 años del siglo XX con tierras ociosas, hasta que se acabaron; luego a base de deuda, mientras no llegaron las crisis recurrentes y, los 30 años siguientes, con el milagro de Cantarell, hasta que se acabó. Difirió las decisiones fiscales que hoy tienen a los gobiernos en estado de inanición.

La producción de petróleo y su precio van en descenso. La actividad económica que paga impuestos se ha desacelerado. La crisis mundial reclama el estímulo del gobierno para mitigar sus efectos en el empleo. La brecha es de 300 mil millones de pesos. Se puede esperar otro milagro. O actuar con responsabilidad.

viernes, 14 de agosto de 2009

¿Cuál neoliberalismo? (II)

En la entrega anterior distinguía entre el neoliberalismo como estrategia de desarrollo (la receta del Consenso de Washington) y el neoliberalismo como ideología; entre un conjunto de políticas liberalizadoras de actividades económicas y de disciplina macroeconómica y una visión políticamente militante de la primacía del mercado sobre el Estado. La distinción es relevante porque, a mi juicio, en los orígenes intelectuales del programa de Washington no está presente la idea de que el Estado estorba. Si bien ese Consenso presupone que los mercados por sí mismos generan resultados eficientes y que los problemas de índole distributivo se pueden resolver desde el mercado mismo (como cuestiones de punto de partida), el “fundamentalismo del mercado”, como lo ha definido Joseph Stiglitz, surge de la reacción al Estado de bienestar, es decir, al tipo de Estado intervencionista que aparece con los primeros gobiernos laboristas en Inglaterra y se desarrolla de manera consistente en Estados Unidos durante la presidencia de Roosevelt. No es casual que el neoliberalismo como ideología hubiera surgido de la mano de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. La frase “el gobierno es el problema; el mercado, la solución”, se acuñó para redimensionar al Estado frente a las relaciones económicas, una vez superada la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial y conforme se disolvía la alternativa comunista al sistema capitalista.

Insisto: ni el programa del Consenso de Washington ni el neoliberalismo como ideología tienen claros y distinguibles seguidores en México. Mucho menos fueron o son basamentos coherentes de las políticas públicas. Ningún partido político, por ejemplo, se define en función de lo uno o de lo otro. Durante la década de los 90, los gobiernos priistas impulsaron parte de esa agenda: privatizaciones de empresas públicas y de bancos, apertura comercial, definición de derechos de propiedad en el campo. Pero no retrocedió un ápice la presencia del Estado en la actividad económica. Ni en el discurso ni en la práctica. Y no podía ser de otro modo: el sistema político del régimen autoritario reclamaba más gobierno, no menos; un Estado promotor y benefactor, uno justiciero, no mero guardián diurno de las transacciones. Las tímidas políticas liberalizadoras no reconfiguraron la relación entre el Estado y el mercado, menos arraigaron una fe en los mercados libres de restricciones. Sirvieron a los propósitos de reconstruir la legitimidad que ya no otorgaba la retórica revolucionaria. Esa legitimidad se encontraría ahora vestida en ropajes de una ilusoria modernidad.

En México, el neoliberalismo no es consenso ni ideología que movilice. Sólo existe como consigna de manifestación zocalera y siempre como estigma del mal. Plantear la cuestión de la estrategia que debe seguir el país para promover el desarrollo a partir del fantasma del neoliberalismo es un recurso útil para evadir las respuestas a las verdaderas interrogantes. Los que claman por el cambio de modelo económico, ¿proponen abandonar la economía de mercado, una basada en la propiedad e iniciativa privadas, la división del trabajo, la motivación del beneficio, la especialización de la producción y el mérito de la innovación? ¿Sugieren ensanchar el papel del Estado en el mercado? ¿Cuánto Estado y dónde? ¿Volver al Estado-empresario, al Estado-banquero? ¿O simplemente al autoritario?

¿Cuál neoliberalismo? (I)

El lenguaje político suele reducir la complejidad de la realidad. En esa característica radica su utilidad persuasiva. Esa simplificación es peligrosa y contraproducente cuando se disuelve en el lenguaje mecánico, los lugares comunes, las frases huecas. La languidez del lenguaje político, ese defecto del discurso que neutraliza su potencia transformadora, es la primera causa de la inacción política.

Las recetas que se prescriben para enfrentar la crisis económica, lo mismo desde posiciones estatistas y corporativistas que desde la hipocondría de algún sector del empresariado, son buen ejemplo de las confusiones que se producen cuando se desprecia el rigor de los detalles, la precisión de los conceptos, la enseñanza que deja la experiencia del vecino, el aprendizaje que impone la historia. Me refiero al discurso que reclama un cambio de modelo económico. Preocupan de ese discurso sus simplificaciones y sus silencios. Este discurso identifica al modelo económico con el neoliberalismo. Sin plantear la alternativa, afirma que este modelo es la causa de todos los males nacionales y su erradicación resulta, en contrapartida, la condición necesaria y suficiente para el crecimiento. Porque falla en el diagnóstico, yerra en las soluciones. Anticipo mi conclusión: el fantasma del neoliberalismo no existe y la alternativa no es una economía dirigida desde el Estado.

El término neoliberalismo se suele asociar a un conjunto de políticas defendidas por organismos internacionales y el Tesoro de Estados Unidos durante los años ochenta y noventa. Estas políticas fueron bautizadas como el Consenso de Washington. Se trataba de una estrategia de desarrollo centrada en privatizaciones de empresas públicas, disciplina presupuestaria, la reorientación de los subsidios indiscriminados y su sustitución por inversión focalizada en salud, educación e infraestructura; la creación de mercados financieros, apertura comercial y eliminación de barreras a la inversión extranjera; desregulación, sobre todo, en mercados de trabajo y de productos, y derechos de propiedad garantizados por el Estado. Esas recomendaciones derivaron después en una fe indiscriminada en los mercados libres y la insistencia en reducir a su mínima expresión el rol del gobierno. Este giro ideológico es, sin duda, una de las causas de su mala reputación.

Sucede que a México el Consenso de Washington nunca se aplicó. El Estado tiene el monopolio de la explotación de distintas áreas estratégicas, existen actividades productivas bajo un fuerte proteccionismo estatal y prevalecen intensas barreras al comercio y a la inversión extranjera. Los mercados, sobre todo el laboral, funcionan con distintas modalidades de control de precios y restricciones a la oferta. El Estado recauda poco y destina importantes recursos a subsidios con baja tasa de retorno social. Los derechos de propiedad están mal definidos y el Estado es ineficaz para garantizar el cumplimiento de los contratos. La estructura económica coexiste con un Estado fuerte, pero ineficiente.

El neoliberalismo no es la causa de los males nacionales porque nunca ha llegado. Nuestro problema no es de ausencia de Estado, sino de definir en dónde debe intervenir y en dónde no. El riesgo del discurso del cambio de modelo económico es que esconde una añoranza: la dosis de autoritarismo económico que hacía a unos inmensamente ricos y a otros profundamente pobres.

Extravíos

Las causas de la derrota electoral son internas. No ganó el PRI; perdió la estrategia de contraste. Veinticuatro días para elegir a un nuevo presidente son insuficientes con miras a definir un mandato claro para la nueva dirigencia. No renovar también al Comité Ejecutivo Nacional es una prueba más de ampulosa cerrazón. El proceso electivo interno está predeterminado en sus resultados. Someter una alternativa al escrutinio del Consejo Nacional, competir, es avalar una imposición. El partido demanda una candidatura de unidad. Se requiere otro Consejo Nacional, no éste, para abandonar la autocomplacencia y alumbrar la verdad. Con el fin de abandonar la simbiosis entre partido y gobierno, primero la reflexión, luego la elección.

Esta es una apretada síntesis del discurso que ha reunido a algunos panistas frente a la elección del nuevo presidente del PAN. No se trata de un discurso que resalte profundas diferencias ideológicas. Un debate que reclame énfasis en posiciones liberales o conservadoras; definiciones entre laicidad ilustrada o catolicismo militante. Tampoco reclama una revisión crítica de la agenda del partido. Pocas reflexiones se advierten sobre la posición del PAN en el espectro político y, en especial, ante las dos amenazas latentes a la democracia mexicana: el corporativismo —tanto en sus expresiones públicas como privadas— y los autoritarismos periféricos. Si bien ese discurso suele adornarse con prolijas referencias a los motivos espirituales de la fundación del PAN, resulta notoria la ausencia de definiciones concretas de política pública. Es argumento emotivo que apela al cambio democrático de estructuras, como decía Efraín González Morfín, pero no habla de fiscalidad, de política económica o monetaria, de la reordenación de prioridades del sistema productivo, de flexibilidad con justicia en el mercado laboral, de la calidad en la educación, de incentivos virtuosos a la ciencia y la tecnología más allá de la inversión pública, de eficacia de las instituciones del Estado.

Estas ausencias, esos silencios, tienen explicación. Ese discurso pretende una nueva correlación en la distribución del poder interno. En política, ese propósito es comprensible. Sin embargo, los propósitos políticos, en democracia, sólo tienen legitimidad si responden a la utilidad social. El llamado a deliberar y luego elegir busca una integración más favorable del Consejo Nacional para ciertas candidaturas. La renovación total del Comité Ejecutivo es la oportunidad de una nueva negociación que amplíe los márgenes de influencia en las decisiones del partido. Se aduce que la deliberación interna alumbrará la verdad, y se pone en duda la capacidad de los consejeros nacionales de elegir, en libertad y con autonomía de conciencia, a la nueva dirigencia nacional. Acusan de ilegítimas intromisiones y, al mismo tiempo, llaman a construir candidaturas de unidad al margen del Consejo. Convocan a recuperar la tradición democrática del PAN y proponen tirar al cesto de la basura las reglas que nos hemos dado.

En esa apelación discursiva a la idea original, se olvida que el PAN nació, frente al PRI, como un proyecto modernizador que entendía a la técnica como la pareja inseparable de la política, y frente a José Vasconcelos, como una apuesta civilizadora del apetito personal. El extravío de la idea original es el olvido de esa doble esencia: dejar de construir políticas públicas, para sólo debatir sobre los apetitos de poder.

La mayoría del voto en blanco

Los resultados electorales de este año no fueron particularmente distintos de los de la elección federal intermedia de 2003. La proporción de votos de las tres formaciones políticas mayores no varió de forma significativa. En 2003, el PRI obtuvo 36.8% de los votos depositados en las urnas, mientras que el PAN alcanzó 30.8% y, el PRD, 17.6 por ciento. En 2009, el PRI obtuvo 36.9%, una décima más, el PAN 28% y el PRD 13 por ciento. Vistas así las cosas, las sorpresas de la elección, y en buena medida la percepción sobre vencedores y vencidos, vinieron del ámbito local.

Un dato diferencia a esta elección de otras intermedias: el PRI y el PVEM alcanzan juntos la mayoría en la Cámara de Diputados. Si se toma en cuenta que el PAN no posee suficientes votos para sostener el veto presidencial sobre el Presupuesto de Egresos, el PRI y sus socios tienen una influencia significativa en la determinación de las fuentes de financiamiento y de las prioridades y los alcances del gasto público. El PRI y el PVEM pueden decidir sobre los fondos públicos, sin la concurrencia del Ejecutivo federal o del PAN. Con esa mayoría, tienen la capacidad de fijar la agenda y el ritmo de la discusión anual sobre el paquete económico federal; pueden controlar la ruta de un paquete de decisiones de política económica que, por definición constitucional y de certeza a los mercados, deben adoptarse en plazos perentorios. Desde 1997, no se presentaba un escenario de potencial mayoría estable en la Cámara de Diputados.

Dos factores explican este hecho político. En primer lugar, el factor PVEM en su triple dimensión: el crecimiento importante de las preferencias por este partido, la coalición parcial con el PRI en 63 distritos electorales y la alianza política con las televisoras. El Partido Verde Ecologista de México sirvió para postular candidatos entre un electorado con alto rechazo al PRI, por ejemplo, en el Distrito Federal. Cumplió también la misión de cobijar a personas cercanas a líderes del PRI que difícilmente hubieren alcanzado candidaturas por este partido, ello a cambio de alguna porción del voto duro priista. El PVEM aprovechó cuanto vacío avizoraba, para burlar la limitación constitucional a la promoción electoral en radio y televisión.

El segundo factor es el voto nulo. Sí, el movimiento anulacionista benefició al PRI. Los partidos que superan la barrera de 2% del total de votos depositados en las urnas, tienen derecho a que se les asignen diputados de representación proporcional. La Constitución establece una limitante: ningún partido puede tener una proporción de curules, en la Cámara, mayor que su votación nacional más ocho puntos porcentuales (cláusula de sobrerrepresentación). Sin el fenómeno del voto nulo, el PRI sólo hubiera tenido derecho a diputados de representación proporcional hasta alcanzar 225 curules en total, como consecuencia de esta cláusula. Los nulos se descuentan para asignar las diputaciones plurinominales. Por tanto, el PRI pasa, de una votación total de 36.9%, a una efectiva de 39.5%, de modo que su límite de curules se eleva de 225 a 237. Sin los anulacionistas, el eje PRI-PVEM se hubiere quedado a tres curules de la mayoría. Otra historia, sin duda.

Ese movimiento ha contribuido a la mayoría parlamentaria PRI-PVEM. En las plataformas de estos partidos no está la agenda que abanderó este movimiento. El voto en blanco no construyó mayoría en torno a esta agenda, pero sí una mayoría en blanco.

Germán Martínez

En el anuncio de su renuncia, Germán Martínez invocó a la ética de la responsabilidad y a la cultura de la dimisión. En su mensaje trasluce su convicción de que la responsabilidad es un sistema de valores que civiliza a la política, que la orienta hacia la utilidad social y la mantiene dentro de las fronteras de lo éticamente deseable. Su decisión evidencia que, en su credo personal, la dimisión es el reflejo de un modo de vida colectivo en el que cada uno asume las consecuencias del ejercicio de la porción de poder que ostenta. Frente a la incultura del aguante, de esa actitud que apela a la desmemoria de los ciudadanos, Germán Martínez aceleró el juicio interno y externo sobre su gestión y los resultados. No pretendió oxigenar su liderazgo repartiendo culpas o evidenciando mezquindades. Llamó a una reflexión crítica sobre el presente y el futuro del partido, con su personal conclusión por delante. Y su conclusión empieza por un digno principio: él mismo.

Germán Martínez jugó el papel que le tocaba. A costa de su imagen y de su destino político, se propuso convertir la elección en un dilema de futuro para los ciudadanos. Conocía bien a sus adversarios en este proceso. Aprendió de política y del PAN en la lucha democrática contra el régimen autoritario del PRI en los años ochenta. Necesitaba animar a un partido que en muchas partes ha sustituido la generosidad por los incentivos de la nómina; sabía que al partido le hacía falta la intención y el propósito que antes congregaban espontáneamente a miles de voluntades. Puso la bandera, fijó el dilema. Quería recuperar el coraje que mostró el panismo en las elecciones de otros tiempos. Ese coraje que surge en la adversidad y que alcanza la victoria. Con los reflejos que tienen los panistas que se han forjado en el debate, intentó disolver el discurso de simulada renovación política y generacional del PRI. Sacrificó su perfil de político dialogante y moderado para entusiasmar, para sublevar democráticamente a las conciencias. Pocos le ayudaron. Muchos dentro del partido, por inocencia o con dolo, hicieron eco del discurso priista que condenaba a bravata el argumento que les incomodaba. Con el falso llamado a un debate de altura, los adversarios pretendían silenciarlo y los de casa ganarse el aplauso fácil de unos cuantos. Muchos de los que con la reforma electoral sepultaron las ventajas comparativas de Acción Nacional en la competencia por los votos, no estuvieron para cultivar la estructura o enfrentar en el debate público al “nuevo PRI”.

Tras la derrota surgen voces que claman el extravío de la esencia original del partido. Nadie puede reprochar a Germán que pensara en él y en su futuro antes que en el PAN. Condujo la vida interna con empeño de unidad. Invirtió todo por el partido y sus gobiernos. Sin ceder a la ingenua tentación de olvidar que un partido procesa aspiraciones de poder y que dentro del PAN coexisten en competencia distintas sensibilidades, sigue revisar, con sinceridad y lealtad, nuestro quehacer doméstico. El PAN, como decía Carlos Castillo, no es academia que especula a distancia sobre la vida colectiva ni horda que asalta al poder por el poder mismo. El partido debe saber vivir en el poder. Y aprender que el poder, en democracia, tarde o temprano cambia de manos.

La dimisión de Germán es su victoria cultural: demostró que en el PAN está viva la ética de la responsabilidad.