lunes, 5 de octubre de 2009

La ética de los impuestos

Apocos les gusta pagar impuestos. Varios arquearíamos una ceja frente a quien dijese experimentar exultante excitación al girar un cheque al fisco o frente a aquel que voluntariamente aportase al gobierno más de lo que debe. La explicación es simple: al pagar impuestos sacrificamos riqueza. Dejamos de consumir hoy o mañana. Cedemos parte de nuestra libertad de elección: renunciamos a ciertos bienes o servicios a cambio de la provisión de otros por parte del gobierno, aun cuando éstos no se ajusten en lo absoluto a nuestras preferencias. Dado que difícilmente un individuo puede cambiar de Estado y optar por otro que satisfaga mejor sus deseos, el consumo colectivo que se realiza mediante la intervención del sector público es inevitablemente obligatorio. A través de los impuestos se “consumen” escuelas públicas aunque usted no tenga hijos; se “compra” la sanidad pública a pesar de que usted cuente con los medios para procurarse atención privada. Nace aquí una objeción habitual en contra de los impuestos: ¿por qué pagarlos si cada individuo puede procurarse de mejor manera sus necesidades y preferencias en los mercados privados, es decir, sin interferencias de terceros (en particular del gobierno) sobre su libertad de elección?

Dice Joseph Heath que el gobierno es el vehículo que utilizamos para organizar una parte de nuestro gasto (Lucro sucio, 2009). Con sus impuestos, los individuos trasladan al sector público la función de “comprar” ciertos bienes y servicios, precisamente como alternativa socialmente valiosa al “consumo privado”. Los bienes y servicios que el gobierno paga con los impuestos sirven para satisfacer las necesidades de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos. Esta es una razón fuerte para asumir que las personas con menor capacidad de acceso a los mercados privados, es decir, los pobres, tienden a preferir los sacrificios en lo relativo a la libertad de elección a cambio de una mayor provisión a cargo del sector público. Y es que, entre mayor nivel de recaudación, mayor nivel de compras colectivas y, en consecuencia, mayor acceso de todos a bienes y servicios prestados por el gobierno, en particular de quienes no pueden optar por una alternativa. La justificación ética de los impuestos radica en su capacidad de igualar a los individuos en el acceso a ciertos bienes y servicios y, además, de corregir las insuficiencias del mercado. Los impuestos limitan la libertad de unos precisamente para promover las libertades de otros. Permiten que el gobierno ofrezca lo que el mercado, por ausencia de incentivos o por fallas, es incapaz de satisfacer.

Ver a los impuestos desde la perspectiva del consumo colectivo puede modificar sensiblemente el marco de referencia de la discusión sobre la política fiscal. La pregunta importante no es cuál nivel agregado de impuestos es deseable, sino qué queremos comprar como sociedad a través del sector público y con qué valor el gobierno es capaz de proporcionarlo.

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