martes, 5 de octubre de 2010

Apostemos por nosotros mismos

No es éste un alegato en contra de las alianzas electorales. Apostar por nosotros mismos significa mucho más que el rótulo de una decisión en torno a las competencias electorales. Es asumir los costos y los riesgos que implica decidir. Hacer política para empujar hacia el cambio, sin arredrarnos por lo que no hemos conseguido y sin renunciar a lo que desde siempre queremos ser. Hacer política, siguiendo a Castillo Peraza, con "alma utópica pero con cuerpo responsable".

Acción Nacional ha dejado de hacer política. Encuentro tres razones de esa atrofia intelectual y organizativa. En primer lugar, el partido ha dejado en manos de la oposición la narrativa sobre las tesis que lo definen, sobre las políticas públicas que procura y, en particular, sobre los resultados de su desempeño gubernamental. El retrato que se expone sobre Acción Nacional son los pincelazos deformadores de sus adversarios. El partido ha sido omiso en hilvanar un discurso coherente y autocrítico sobre su capacidad de gobernar y las circunstancias que le ha tocado enfrentar. No ha sabido reivindicar como mérito propio el largo período de estabilidad económica y política, la vigencia de las libertades, la transparencia, la universalización de la salud, la gestión frente a la crisis mundial, la lucha por la seguridad. Ha renunciado a explicar las resistencias políticas que impiden profundizar en el cambio. No ha contextualizado sus errores y aciertos. Ha sido incapaz de atribuir responsabilidad a quienes pretenden conservar el estado actual de cosas. En ese vacío, lo primero que se ha perdido es la confianza en nosotros mismos; se ha sembrado la prisa de muchos panistas por regresar a la oposición para encontrar un cómodo asidero al desconcierto. Desde ese vacío, sólo podremos ofrecer reflejos antipriistas que dicen muy poco sobre lo que somos.

En segundo lugar, la organización está ensimismada en la política interna. La prioridad colectiva se ha desplazado de la plaza pública a la asamblea partidaria. Carece de objetivos de trabajo común para cultivar la confianza de los ciudadanos, para forjar liderazgos, para formar cuadros capaces de hablar el lenguaje de las políticas públicas. La organización debe trabajar la calle, regresar a la universidad, retomar una presencia activa en la sociedad civil organizada. Debe superar ya el viejo dilema entre abrirse y perder identidad, o cuidar su esencia a costa de morir de inanición. El partido se ha cerrado por el temor de que lleguen mejores ciudadanos y nos desplacen. Es hora de cambiar de visión: abrir las puertas del partido para motivar a todos a ser mejores.

En tercer lugar, el partido ha renunciado a reconocerse como una opción liberal y, por tanto, ha dejado de convocar a la mayoría social que apostó por la transición democrática, y que ahora reclama políticas públicas que hagan posible que cada cual sea capaz de pensar y decidir por sí mismo, sin el estorbo del Estado, sin concepciones impuestas del bien, sin esa cultura de los privilegios que limita la potestad de elegir.

El PAN debe defender sin cortapisas la libertad. Pero no esa idea de libertad que se conforma con la ausencia del Estado frente al mercado, sino aquella que reclama la expansión significativa de las capacidades individuales. La libertad en su doble acepción, negativa y positiva, que es simultáneamente derecho individual y poder individual. La libertad que también asigna al Estado el deber de remover los obstáculos para que cada uno pueda alcanzar su plan de vida. La libertad que garantiza la iniciativa y alienta el mérito. Esa libertad que es garantía de la intimidad y vocación pública de autogobierno.

Decía Castillo Peraza que hacer política es un riesgo, una posibilidad, pero, ante todo, una exigencia. Es deber individual para construir junto con el otro el destino común. Debemos asumir el riesgo de apostar por la libertad: combatir con todas nuestras fuerzas los privilegios políticos, sindicales, fiscales y empresariales; construir una mayoría social que procure una mayor presencia de lo privado en lo público; impulsar más competencia en los mercados y más eficiencia en los servicios públicos; perseverar en la lucha por la seguridad; invertir en capital físico y humano, en infraestructura productiva y educación; igualar a los mexicanos en el punto de partida.

Apostar por nosotros mismos es poner la inteligencia y la voluntad al servicio de la libertad. Hacer política total para una victoria cultural. Hacer política total por nuevas victorias de Acción Nacional.

lunes, 15 de marzo de 2010

Delibes y el sentido del progreso

Miguel Delibes murió en su eterna Valladolid, en el ombligo de la vieja Castilla que siempre inspiró su narrativa y de la que sólo en pocas ocasiones se apartó. Catedrático, abogado, historiador, periodista pero, ante todo, escritor. Narrador de la complejidad de la España rural durante y después del franquismo, del campo amenazado por la creciente urbanización, de la naturaleza acechada por el hombre. Liberal en el sentido antiguo, de la mejor tradición decimonónica, de los que creen que la libertad es impensable en ausencia de orden. Ecologista que no aceptaba el adjetivo porque prefería autodefinirse como naturalista. Su apasionada defensa por la naturaleza viajaba de sus novelas a los plenos de la Real Academia de la Lengua. Cuidaba con elocuencia cada vocablo que denotara la realidad natural. Se empeñaba en esas sutiles distinciones que daban existencia a lo desconocido. Ese aprecio por la naturaleza no contrastaba con su afición por la cacería. Para Delibes, el cazador es un observador, una ser vivo más buscando su lugar en el cosmos. La naturaleza lo unió a Ángeles, bióloga e investigadora que le explicaba con paciencia los mecanismos de supervivencia que la evolución depositó en las distintas especies. Ángeles, su única novia, a la que le sería eternamente fiel, a la que buscaría nada más cruzar el umbral de la muerte.

En 1975 ingresó a la Real Academia de la Lengua. En su discurso, puso a hablar a sus personajes. Empezó evocando al protagonista de su novela El Camino, Daniel el Mochuelo, un muchacho que se resistía a abandonar la vida comunitaria en una pequeña villa e integrarse a la gran ciudad, porque no quería ser cómplice de “un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional”. Ahí está la médula del argumento de Delibes sobre el progreso: las sociedades contemporáneas, despersonalizadas y pretendidamente civilizadas, subordinan la naturaleza a la tecnología, ponen a la técnica como fin y no como medio, avanzan a costa de su propia subsistencia. Los hombres, dice Delibes en la Parábola del Náufrago, son como los tripulantes de un navío que, cansados de la incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar los maderos de la nave para ampliarlos y amueblarlos suntuosamente, y terminan provocando el naufragio del barco. Con esa imagen, Delibes mostraba que el hombre, “arrullado en su confortabilidad”, apenas se preocupa de su entorno, se desentiende del futuro, cava poco a poco su sepultura.

Delibes no era un romántico ingenuo ni un reaccionario. No se oponía al progreso como ideal de continúa perfección colectiva. Renegaba, eso sí, del sentido torpe, mezquino, egoísta que las sociedades imprimen a esa idea. “El verdadero progresismo decía Delibes no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo ni en fabricar cada día más cosas ni en inventar necesidades al hombre ni en destruir la naturaleza ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre”. El progreso deseable implica revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia”. En suma, devolver al progreso su dimensión humanista.

Para Delibes, la humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia: organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta ahora han prevalecido. Alumbrar una nueva sociedad antes de consumar el “suicidio colectivo”, antes de provocar el naufragio de nuestra común convivencia.

lunes, 8 de marzo de 2010

Ciudadanos, poderes y reforma

¿Por qué reformar al sistema político? Esa es la discusión que está detrás de la reforma política. Mi tesis es que el sistema de la transición democrática no es apto para que nuestra democracia sea socialmente útil. He aquí algunas razones. Un ciudadano en México no puede desafiar electoralmente a los partidos.

Dado el monopolio que éstos ejercen sobre la postulación de candidatos, si un ciudadano quiere participar en política, tendrá que acercarse a un partido, buscar algún liderazgo que lo apadrine, insertarse en la burocracia partidaria y competir por la candidatura en condiciones seguramente poco equitativas. Si ninguno le gusta o ninguno lo busca, mala tarde. Peor aún, el ciudadano mexicano tampoco puede optar por la participación política indirecta: de nada sirve que forme una organización social para alentar determinada agenda y detonar el proceso legislativo con el fin de atenderla, porque en nuestro ordenamiento no tienen cabida las iniciativas legislativas ciudadanas; no puede juzgar el desempeño de sus representantes y de las autoridades más próximas a su circunstancia, dado que la elección consecutiva de legisladores y alcaldes está constitucionalmente prohibida. Un ciudadano puede pasar la vida entera tocando las puertas de las cámaras legislativas y de las alcaldías para que se atienda un determinado problema social, sin un solo instrumento que obligue a esas autoridades a tomar una decisión y sin la posibilidad de usar su voto para castigar las omisiones o premiar la oportuna intervención. Eso sí, con sus impuestos financiará toda la actividad política y electoral del país, aunque no pueda participar en ella.

Nuestro sistema induce a la pluralidad política, a la pulverización del poder de decidir o de evitar que se decida. Promueve, además, la existencia de gobiernos divididos o de Ejecutivos en minoría congresional. Ese es un logro notable de la transición democrática. La pluralidad social tiene un correlato político en los órganos del Estado. El problema es que, en democracia, se decide por mayoría. Las políticas públicas, las reformas, para ser normas válidas y vinculantes, requieren un consenso materializado en votos legislativos. Nuestro sistema adolece de una incapacidad estructural para la formación de mayorías decisoras. Y esa incapacidad es una cuestión de incentivos positivos a la cooperación o de costos a la obstrucción. Las reglas del sistema político fortalecen los vetos y empoderan injustificadamente a las minorías. La relación entre poderes es disfuncional porque no permite al ciudadano evaluar la contribución y la actitud de cada uno frente al proceso legislativo, porque no exige definiciones de los actores políticos, porque no somete a un tiempo cierto la discusión de las iniciativas y las propuestas. En nuestro sistema, las iniciativas legislativas del Presidente pueden quedarse indefinidamente en los cajones de las comisiones, al arbitrio de una mayoría que no se atreve a decidir o de una minoría que quiere mantener las cosas como están.

El sistema político vigente aleja al ciudadano de la cosa pública, le impide ser el protagonista de la política, la fuente primaria de legitimidad del poder. Nuestro sistema político premia la irresponsabilidad, facilita la conservación del statu quo, alienta la indefinición. Ciudadanos en eterna minoría de edad gobernados por poderes disfuncionales. Ahí está la médula de la reforma política.

lunes, 22 de febrero de 2010

Cuentas públicas

Desde 1999, la fiscalización de los ingresos y los egresos públicos, así como del cumplimiento de los objetivos de los programas, se asignó a un órgano técnico dotado de autonomía de gestión, formalmente adscrito a la Cámara de Diputados. Este órgano, desde esa reforma constitucional, tiene a su cargo la revisión de la cuenta pública que anualmente rinde el Ejecutivo federal, y debe presentar a los diputados un informe sobre los resultados de dicha revisión. A partir de ese informe, los diputados no sólo activan sus facultades de control político, sino que también están llamados a corregir, a base de medidas legislativas y presupuestales, las insuficiencias y debilidades de las políticas que se fondean con recursos públicos.

El arreglo institucional vigente atiende un triple propósito: profesionalizar la fiscalización sobre la gestión presupuestal y financiera del gobierno; impedir que una mayoría parlamentaria pueda condicionar los alcances de la rendición de cuentas sobre la aplicación de los fondos públicos, como sucedía en los tiempos del partido hegemónico y, además, provocar que los resultados de la revisión de la cuenta pública orienten futuras decisiones presupuestales, sin perjuicio claro está de las responsabilidades concretas que ciertas conductas indebidas pudiesen motivar.

Una segunda reforma constitucional, del año de 2008, acotó los plazos de revisión de ese instrumento con el propósito de alcanzar el tercer propósito antes aludido, esto es, que de la fiscalización superior puedan derivarse medidas preventivas y correctivas de cara a próximos ejercicios presupuestales. De hecho, la ley reglamentaria ordena que las comisiones parlamentarias sectoriales acompañen la discusión pública del informe de resultados. Esto último permite que los espacios parlamentarios en los que se da seguimiento permanente a las políticas en cada uno de los distintos sectores, puedan nutrirse de los errores, omisiones e incluso fortalezas detectadas por la Auditoría. Es, en esencia, un cambio sustancial de enfoque: los destinatarios de la revisión de la cuenta pública no sólo es el Ejecutivo federal como responsable de la custodia y aplicación de los fondos públicos, sino también los diputados que tienen en sus manos la aprobación de los próximos presupuestos.

En los últimos días, se ha difundido la especie de que existen cuentas públicas pendientes de resolución. Por alguna incompresible razón se ha interpretado que esas cuentas quedaron en el limbo de la indefinición o, peor aún, que esos ejercicios no fueron cabalmente auditados. Esa interpretación es falsa. Todas esas cuentas públicas fueron revisadas por la Auditoría. Entre 2003 y 2007, la Auditoría Superior efectuó mil 680 revisiones concretas y emitió 12 mil 682 acciones sobre esos ejercicios. De ese universo de acciones, sólo quedan por solventar 56 de 2006 y 347 de 2007. El problema es otro. Las leyes no se ajustaron previamente para definir cuál es el papel de los legisladores frente a los informes de resultados. Por fortuna, las reformas de 2008 y 2009 han corregido esta situación.

La fiscalización de los recursos públicos y de las políticas gubernamentales concluye con la discusión pública y serena en la sede de los diputados. Es un elemento fundamental del control político. Sin perder de vista, por supuesto, que el principal deber es corregir lo que se esté haciendo mal.

lunes, 15 de febrero de 2010

República laica

El vocero de la Arquidiócesis de México, don Hugo Valdemar, condenó la aprobación en la Cámara de Diputados de la reforma que introduce a la Constitución el adjetivo de laica a la forma de Estado y de gobierno. A su juicio, tal reforma acota la libertad religiosa de las personas, promueve la intolerancia en ese ámbito y, además, siembra en la sociedad actitudes que son “irracionalmente antirreligiosas”.

Las implicaciones jurídicas que preocupan al párroco no derivan de la narrativa del texto aprobado. Así lo reconoció el vocero de la Iglesia católica: “Las verdaderas intenciones de esta reforma, que parece inofensiva, no han tardado en quedar al descubierto cuando diputados del Partido de la Revolución Democrática han externado su verdadero objetivo de acallar y amordazar la voz de la Iglesia y de los ministros de culto en general”. La reforma constitucional no es cuestionada por la regla que introduce al ordenamiento jurídico, las conductas que norma o la proyección de ese nuevo contenido en el resto del sistema, sino por la procedencia partidaria de sus promotores. La reforma limita las libertades religiosas porque el PRD la apoya, no porque modifique el estatus constitucional de las iglesias o porque incorpore restricciones positivas a la expresión pública o privada de las fes o de las convicciones.

Extraña que don Valdemar no mencione la participación entusiasta del PRI en la reforma (cuatro de las ocho iniciativas fueron presentadas por legisladores priistas) ni el voto unánime de ese grupo parlamentario. Sorprende también que al párroco no le inquiete que el PRI se hubiere opuesto a admitir la adición propuesta por el PAN a la exposición de motivos en el sentido de reconocer que el principio de laicidad implica, ante todo, una regla de neutralidad frente al hecho religioso, lo que supone necesariamente reconocer y garantizar el ámbito de libertad individual para creer y expresar en lo que se cree, pero sí que “diputados de Acción Nacional hayan renunciado a la histórica defensa de su partido por apuntalar las libertades a las que tiene derecho todo hombre y a la construcción democrática, al apoyar esta concepción negativa de un Estado laico”. Para don Valdemar la amenaza a la libertad provienen de las definiciones del PRD y las claudicaciones del PAN. La histórica ambigüedad del PRI, esa permanente actitud de condenar el culto público y celebrar misa privada, es quizá para don Valdemar la mejor expresión de una concepción positiva del Estado laico, porque simplemente está vacía.

El principio de laicidad es, desde muchos siglos atrás, definición política y contenido constitucional. Desde la perspectiva estrictamente jurídica, la reforma constitucional no altera las relaciones entre las iglesias y el Estado, no limita la pluralidad religiosa ni impone nuevas cargas o límites a los creyentes de cualquier fe. Es una reforma nimia, neutra, desde el punto de vista constitucional. Su propósito debe leerse en clave política: es argumento que necesitan algunos para mantener el pulso en un debate inacabado, para no desdibujarse en alianzas explícitas, disfrazar cercanías y recuperar el equilibrio en la ambigüedad.

No hay nada inconfesable en que algunos partidos orienten su acción política en la ética religiosa. Lo que inquieta es que ciertos partidos y algunos políticos necesiten hacer reformas para definir en qué creen o para lavar su mala conciencia.

lunes, 8 de febrero de 2010

La dictadura de la primera plana

La primera plana desata una ola de reacciones. Legisladores muestran su indignación frente a la revelación periodística. La noticia narra que a los jubilados se les está reteniendo impuestos. Detrás de las referencias a expertos y de las declaraciones de los afectados, se desliza el argumento moral que motiva la nota: la voracidad fiscal del gobierno no tiene límites y alcanza, incluso, a aquellos que en la recta final de su vida subsisten con el producto de años de trabajo. La complejidad de la estructura fiscal del sistema de pensiones reducida a una nueva afrenta para los más pobres. De inmediato, protestas en la tribuna, anuncios de iniciativas que corregirán el agravio, clamores para citar a comparecer a este o a aquel funcionario. La representación popular activa sus facultades según los dictados de las ocho columnas. Nadie llama a revisar con serenidad la cuestión. Nadie escapa a la contingente inmediatez de la noticia.

Este caso ilustra bien la habitual subordinación del discurso político al discurso periodístico. Nuestra democracia está afectada por la incontinencia verbal de los políticos, por su imposibilidad para trascender el ritmo del quehacer mediático, su incapacidad para plantear las distintas aristas de los problemas. Entre ambos discursos no hay diálogo. Son proyecciones del discurso social, pero no interactúan para encontrar equilibrios reflexivos. En el caso concreto, el discurso político no evidenció que, desde 1979, los ingresos por pensiones y jubilaciones están exentos hasta los poco más de 15 mil pesos mensuales. Antes de ofertar medidas legislativas, el discurso político olvidó que 98% de los pensionados y jubilados se encuentran en ese supuesto de exención y que, por tanto, ampliar ese beneficio fiscal supone invertir 600 millones de pesos anuales en beneficio sólo de 50 mil personas de altos ingresos. Tampoco la congruencia fue obstáculo: los mismos que afirman que se deben disolver los privilegios creados por los regímenes fiscales especiales, son los mismos que ahora piden que no paguen impuestos los pensionados de la iniciativa privada, de los bancos, los ex presidentes y todos aquellos que en función de haber percibido altos ingresos de cotización, lograron un retiro holgado. El discurso político no repara en las implicaciones: extender, como entusiastamente lo proponen, la exención a todos los tramos de ingresos por pensiones, incentivaría a planeaciones fiscales agresivas para evitar la carga fiscal sobre ingresos presentes a cambio de una mayor utilidad al momento del retiro, lo que a su vez alentaría el uso de los sistemas privados de pensiones. Vaya paradoja: los que hoy se autodefinen como los defensores de los sistemas públicos son quienes, embelesados por una fotografía en los periódicos, terminan inconscientemente impulsando su debilitamiento.

El discurso político está paralizado en la reacción a las notas de prensa. Ha renunciado a esa dimensión pedagógica que resaltaba Ortega y Gasset. No suministra información y razones para situar los contornos de los problemas y de sus soluciones. El discurso político y, al final de cuentas, la política, atrapados en la glosa del hecho o en el eco de las indignaciones publicadas. La política como súbdita en la dictadura de las primeras planas.

lunes, 1 de febrero de 2010

La democracia de la Constitución

Una constitución es producto de la historia y de la política. Reproduce la esencia de una sociedad, su devenir en el tiempo. Recoge las aspiraciones, los valores compartidos, los fines que orientan la convivencia. Es decisión política sobre lo que no puede quedar sujeto al arbitrio de la contingencia, al capricho de las mayorías, al veto de las minorías. Pero es, ante todo, norma que establece derechos, fija límites, impone obligaciones, determina los procedimientos y las rutinas a las que debe someterse la política. Es derecho que crea el poder, lo distribuye y lo regula. Reglas que introducen incentivos o inhiben conductas. Acicates y frenos a la voluntad; instituciones que orientan la acción colectiva hacia objetivos compartidos.

La Constitución mexicana no ha sido eficaz para hacer productiva la pluralidad política. Sin duda, ello se debe en buena medida a la actitud asumida por los depositarios del poder, por los partidos y los políticos, por aquel subconjunto de ciudadanos al que se le suele caracterizar como clase política. Sucede, sin embargo, que las instituciones están hechas para trascender las insuficiencias, las incapacidades, las pasiones e inclinaciones de las personas. Son los antídotos contra la imperfección humana. Las prescripciones de la Constitución vigente no alientan la toma de decisiones sino que, por el contrario, inducen a la obstrucción, al desencuentro, a la irresponsabilidad. Como institución común, la Constitución y en general las reglas que norman la acción política, desde el acceso al poder hasta el ejercicio del poder encomendado, han ido consolidando una suerte de oligarquía democrática: figuran todos los elementos y condiciones de la legitimación popular, pero sin resortes de responsabilidad y con fuertes limitaciones para los ciudadanos de acceder al espacio público. En la democracia que resulta de la Constitución, un ciudadano no puede ser alternativa electoral a los partidos, no puede activar al Congreso para que discuta y apruebe una ley, no puede premiar o castigar a sus representados, está impedido para decidir si otorga o no una mayoría parlamentaria que acompañe al Ejecutivo. La Constitución separa los poderes, los distingue en naturaleza y competencia, pero no crea incentivos claros para la colaboración. La doble legitimidad del sistema presidencial, aquel elemento político en el que Bagehot, Wilson y Rabasa centraban la razón de la permanente rivalidad entre el Congreso y el Ejecutivo, no ha sido completada con mecanismos para premiar el encuentro y superar la parálisis. En la democracia que se proyecta de la Constitución, iniciativas pueden quedar atascadas en el silencio y la opacidad. Esa Constitución no promueve que las iniciativas se discutan públicamente para que cada uno razone frente al ciudadano sus méritos o defectos. La Constitución dibuja una democracia de ciudadanos menores de edad, de poderes en confrontación, de reformas que no llegan.

A 93 años de su vigencia, la Constitución debe ser cambiada para reflejar la aspiración común por una democracia eficaz. La reforma política que el Presidente de la República envío al Senado es la ruta para devolver al ciudadano la centralidad en la política, hacer productiva la pluralidad, hacer de la democracia motor de progreso y no mera plataforma para asignar el poder mediante el voto. Se trata, como decía Rabasa de la Constitución del 57, de depurar sus errores para “hacer posible la intervención popular en el régimen de la nación”.

lunes, 25 de enero de 2010

Entre la disputa y el encuentro

Frente a la posibilidad de que los partidos Acción Nacional y de la Revolución Democrática formen coaliciones electorales en algunos estados de la República, líderes priistas han deslizado sutilmente una advertencia: las coaliciones electorales con otros pondrían fin a cualquier coalición legislativa con el PRI para impulsar reformas en el Congreso. Para hacer creíble la advertencia, insisten en que son la mayoría legislativa, que sin ellos las reformas simplemente no pueden producirse, que tienen en sus manos el mayor número de los gobiernos estatales y municipales. Si no quieren que el PRI se enoje, no se les ocurra desafiar su poder regional. El argumento de la gobernabilidad es esgrimido por el principal partido de oposición con el fin de desalentar acuerdos electorales de sus adversarios. Para llevar la fiesta en paz con el gobierno de la República, el PAN debe permitir que el PRI mantenga intocadas sus posiciones. La contribución del PRI a la estabilidad y al desarrollo del país depende de que los gobernadores puedan heredar a los suyos las sillas del poder. La colaboración política como chantaje; la ingobernabilidad como amenaza.

El argumento da cuenta de la visión patrimonialista que aún persiste en el PRI. El poder es entendido como fuente de múltiples prerrogativas y pocas obligaciones. Es un haber con el que se puede especular para aumentar los gananciales. Si los ciudadanos le otorgaron una mayoría legislativa, pueden usar su capacidad de veto como instrumento para procurar su interés electoral. Ninguna deuda tienen para con los ciudadanos por la confianza que les han otorgado en las urnas. Ninguna responsabilidad concreta deriva del mandato popular.

El argumento revela, además, la incomodidad genética del PRI con la democracia. Como régimen que se asienta en la competencia plural, la democracia exige diferenciar los tiempos, los contextos, los tonos. Impone a los ciudadanos y a los políticos el deber de mudar de la disputa al encuentro y del encuentro a la disputa, sin subordinar lo uno a lo otro. Cuando la competencia electoral se cancela como condición al diálogo, la democracia deja de ser espacio público en el que personas e ideas se confrontan pacíficamente para definir el sentido y la dirección de las decisiones colectivas. Cuando el encuentro es imposible por el conflicto electoral, la democracia pierde su capacidad de cambio, deja de ser el medio para resolver problemas comunes.

Con su amenaza, el PRI enseña el fastidio que le produce la competencia democrática y sus dificultades para asumir el papel de oposición constructiva. El riesgo para la democracia mexicana no deriva de que las coaliciones se produzcan y el PRI, en consecuencia, opte por la senda de la obstrucción parlamentaria. El peligro radica en que el chantaje de la gobernabilidad germine como pedagogía política. Esa ruta no produce mejores condiciones de diálogo político pero sí amenaza la subsistencia de la democracia en su conjunto. Es mejor para la gobernabilidad democrática que el PRI aprenda a vivir entre la disputa y el encuentro.

lunes, 18 de enero de 2010

Facebook | Roberto Gil Zuarth

Facebook | Roberto Gil Zuarth

La magia de Obama

20 de enero de 2009. En las calles de Nueva York, Chicago o Los Ángeles paseaba el júbilo, la emoción. En Washington, millones de personas soportaban el intenso frío para formar parte de ese breve suspiro de historia. El primer presidente afroamericano de Estados Unidos juraba el cargo con la mano izquierda sobre la misma Biblia que en 1861 atestiguó la toma de posesión de Abraham Lincoln. “Hoy estamos reunidos aquí porque hemos escogido la esperanza por encima del miedo, el propósito común por encima del conflicto y la discordia. Hoy venimos a proclamar el fin de las disputas mezquinas y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas gastados que durante tanto tiempo han sofocado nuestra política”. Obama no trazaba los objetivos de una administración gubernamental. El nuevo Presidente redactaba la narrativa de un cambio de época, de un nuevo momento en la historia del mundo, con unos Estados Unidos renovados al frente. Los tiempos aciagos debían enfrentarse con realismo y audacia, asumiendo riesgos y venciendo resistencias, aprendiendo del pasado, sin convertir su herencia en ancla de inmovilismo. En su primer discurso resaltaba la fuerza transformadora de la voluntad, la necesidad de fijar grandes ambiciones, la exigencia histórica de abandonar la estrechez de los intereses. Eso pretendía ser: un Presidente transformador, ambicioso, audaz.

20 de enero de 2010. A un año al frente de la nación más poderosa del mundo, las grandes transformaciones no han llegado. Su oferta de diálogo con Irán se enfrió en el silencio del régimen teocrático y de sus aliados. El cierre de Guantánamo quedó empantanado en el tedio de las formalidades. Su apuesta por una política exterior que reconcilie al mundo con la paz, varada en la necesidad de fortalecer la presencia militar en Afganistán. La intervención del gobierno para paliar la crisis económica es hoy el principal argumento de sus adversarios para situarlo en la orilla del socialismo. La reforma al sistema de salud puso en evidencia que su llegada no ha disuelto el poder de los intereses con residencia en Washington. La causa verde que había despertado la simpatía de muchos durante su campaña y, sobre todo, de los jóvenes, encalló en los nuevos equilibrios geoestratégicos, en las resistencias a reconvertir el sistema productivo global, en la inevitable fatalidad de los costos.

Las encuestas de popularidad reflejan una pérdida de 20 puntos. Hoy menos de la mitad de los estadunidenses aprueban su gestión. La prospectiva electoral anticipa una victoria holgada del Partido Republicano en las próximas elecciones legislativas. Obama invirtió su capital político en la reforma al sistema de salud a costa de un clima de opinión inclemente en su contra. Logró la reforma posible y un resultado nada despreciable. Tal vez Obama no pase a la historia por haber cumplido la misión que se impuso a sí mismo. Sí, sin duda, por haber logrado uno de los cambios legislativos más importantes desde el paquete de reformas que conformaron el programa del New Deal. A un año de su arribo, Obama es más conocido por sus discursos que por sus transformaciones. La fina e inteligente prosa que teje para situar los problemas y sus soluciones, su voluntarismo político, no han sido suficientes. La magia de Obama se desvanece. ¿Sí se puede?

martes, 12 de enero de 2010

Olvidos, silencios e incongruencias

El debate suscitado a propósito del desliz de ocho centavos, el 1% de aumento nominal, sobre el precio de las gasolinas que, en 2009, se mantuvo “congelado” como parte de las medidas que el Gobierno Federal adoptó para amortiguar los efectos de la crisis económica mundial, estuvo plagado de olvidos, silencios e incongruencias. Veamos.

Olvidos. La política de deslizamientos al precio de la gasolina se ha implementado en las últimas dos décadas, primero con fines recaudatorios y, después, para orientar decisiones de consumo y aumentar los recursos en la economía nacional. A pesar de esta política, tenemos gasolina más barata que en Estados Unidos, Brasil, El Salvador. Lo primero era posible cuando México no importaba gasolinas y el precio en nuestro país era mayor que el de Estados Unidos. En los últimos años ha aumentado la dependencia de gasolinas importadas (4 de cada 10 litros) y, desde 2004, el precio en México es menor que el precio en el extranjero. Esto significa que la gasolina se subsidia. Y es aquí donde aparecen los olvidos. En 1995, el año de la crisis que sí se originó en México, no se congeló el precio de las gasolinas, sino que, por el contrario, se ordenó un incremento de 35% en enero y aumentos mensuales de 0.8 por ciento. Al finalizar el año, las gasolinas eran 66% más caras. La medida que el gobierno priista adoptó para enfrentar la crisis que ellos mismos crearon fue aumentar el precio de la gasolina para hacerse de más ingresos. En cambio, el ligero desliz realizado en diciembre pasado tuvo como fin disminuir gradualmente el subsidio a ese combustible, para reducir la salida de dinero público hacia el extranjero y, también, lograr las metas que los diputados fijaron en el paquete económico para 2010.

Silencios. A pesar de que el precio de la gasolina se mantuvo congelado durante todo 2009, las entidades federativas recibieron íntegras las participaciones por venta de gasolinas. Estos recursos derivan de una modificación legal (2007) que ordenaba aumentos de 12 y 14 centavos para la Magna y la Premium, respectivamente, durante el primer semestre de 2009. Esto es, para fortalecer las finanzas de estados y municipios, el Congreso ordenó incrementos a las gasolinas. Ningún gobernador renunció a sus participaciones. Hubo 17 mil millones de pesos a noviembre de 2009 de recursos participados, 4 mil 500 de subsidio a los gobernadores dado el congelamiento del precio, pero todos en silencio.

Incongruencias. Mantener el precio de las gasolinas costaría 60 mil millones de pesos al año. Todo el programa Oportunidades y una y media veces el Seguro Popular. Pero sólo beneficia a 20% de la población con mayores ingresos. Es altamente regresivo. Sorprende que el PRD como oposición defienda esta política de subsidios y, como gobierno, promueva el aumento en el precio del transporte público. Ni que decir de la posición del Verde: nada más en México se escucha a supuestos ecologistas promoviendo, a través de la defensa de más subsidios, el consumo de combustibles contaminantes.

En el debate político sobran olvidos, silencios e incongruencias. Hace falta más memoria, responsabilidad, serenidad y, sobre todo, reformas.

lunes, 4 de enero de 2010

El silencio de los creyentes

Norberto Bobbio alertaba del error de definir la laicidad a partir de una determinada religión: la laicidad no es la acera opuesta a la del creyente, como tampoco define a un agnóstico o un ateo. La laicidad, dice Bobbio, es una actitud crítica para hilvanar ideas, religiosas o irreligiosas, según principios lógicos no condicionados por ninguna fe. Es duda sembrada en las certezas de cada uno; la capacidad para separar las esferas de competencia entre la organización civil y el adhesivo divino; para diferenciar la razón pública de las reacciones emotivas que se alimentan desde los fanatismos ideológicos de cualquier signo.

El opuesto de la laicidad es, según Bobbio, el comportamiento intolerante hacia las fes y las instituciones religiosas en nombre de valores laicos. La laicidad pierde su fisonomía libertadora cuando deja de ser actitud, método, y se convierte en ideología; cuando necesita armarse y organizarse hasta “convertirse en una Iglesia contrapuesta a otra Iglesia”. El espíritu laico, dice Claudio Magris, siguiendo la distinción bobbiana, está amenazado por un deterioro de los hábitos intelectuales que amenaza con convertirlo en “intolerancia, falta de crítica, agresiva suficiencia”. Son tan poco laicos “los mojigatos que se escandalizan ante los nudistas” como “aquellos nudistas que, más que desnudarse legítimamente por el placer de tomar el sol, lo hacen con la enfática presunción de luchar contra la represión”. La laicidad es tolerancia, diálogo, desmitificación, confrontación pacífica entre distintos seres y pareceres. Laico es, resume Magris, “quien sabe abrazar una idea sin someterse a ella, quien sabe comprometerse políticamente conservando la independencia crítica (…) quien está libre de la necesidad de idolatrar y de desacralizar (…) quien está libre del culto de sí mismo”.

Las amenazas a la laicidad no sólo vienen del dogmatismo religioso, sino también del radicalismo secular que bajo la aureola de nuevas causas sociales condena a la inquisición del ostracismo a quien piensa diferente. La laicidad no se garantiza en la desaparición de la fe, ni en la mordaza a los creyentes. Afirmar que quien profesa una fe tiene vedado el derecho a basar en ella las opiniones que vierte al espacio público, no sólo niega dignidad a seres humanos y recela de la neutralidad frente al hecho religioso que reclama la laicidad: desconfía en el fondo de la mayoría de edad de los ciudadanos.

Edgar Morin afirma que el dogmatismo progresista se había instalado en el hoyo negro del laicismo. La actitud de ciertos legisladores de la izquierda mexicana que, en nombre de los derechos humanos y del Estado laico, exigen el silencio de los católicos frente a la reforma del matrimonio entre personas del mismo género, es una clara expresión de la amenaza secular que pende sobre la laicidad. Quienes desde el púlpito parlamentario piden castigos ejemplares para clérigos no son laicos liberales: sólo fieles militantes de una religión que tal vez no adore a un dios, pero le sobra la intolerancia de quien le ha sido revelada una verdad y la asume como definitiva. La clerecía progresista en el hoyo negro de su agresiva suficiencia.

2009

Termina el año de las crisis globales. Como en ningún otro tiempo, el mundo entero vislumbró la intensidad de los problemas asociados a la globalización y la debilidad de los instrumentos para afrontarlos. La burbuja en los precios del petróleo aceleró la conversión productiva de los campos agrícolas hacia los biocombustibles. Este hecho económico, asociado al aumento del consumo de alimentos por parte de China, presionó sensiblemente al alza la demanda y, en consecuencia, a los precios. Pero, sin lugar a dudas, este año será recordado por la mayor crisis económica en los últimos 70 años y la primera con fisonomía global. Equiparable en su profundidad a la Gran Depresión de la década de los 30 del siglo XX, la de nuestros días, la de 2008-2009, la que mostró su cruel rostro con la quiebra de Lehman Brothers, sólo ha alcanzado, hasta ahora, el grado de gran recesión debido a que el periodo de impenitencia que trajo consigo parece que ya ha tocado fondo. Impredecible, destructiva, efímera y engañosa: así es la pandemia económica que el mundo entero vio pasar frente a sus ojos mientras muchos vitoreaban las virtudes del mercado sin controles, del “creacionismo” financiero, del Estado mínimo, de la capacidad autocorrectora de las economías, de la teoría de Gran Moderación (las mayúsculas enfatizan lo eufemístico del argumento) que pregona que los ciclos económicos tienden naturalmente al equilibrio. Sesenta millones de parados en las 30 principales economías de la OCDE, la peor caída de Wall Street desde 1820, la mayor contracción del comercio mundial desde 1945, son los recuerdos que 2009 deja a la posteridad.

El Estado-nación puede ser uno de los personajes de 2009. La crisis económica no derivó en un largo ciclo depresivo gracias a la intervención de los bancos centrales y de los gobiernos nacionales, a través, primero de planes de salvamento al sistema financiero y, después, mediante estímulos positivos a la demanda. La embolia del sistema capitalista puso en dimensión la precariedad de la gobernanza mundial. Las instituciones encargadas de civilizar la globalización quedaron reducidas a meras instancias de intercambio de las estrategias que cada gobierno local implementaba intuitivamente. Las nacionalizaciones, las inyecciones de capital, la política fiscal y la montería resurgen como estabilizadores frente al azar contingente del mercado. El Estado-nación en su cruel paradoja frente al mercado globalizado: víctima inerte de su fuerza incontrolable; solución parcial a sus contradicciones.

Difícilmente esta vuelta del péndulo reanimará la primacía del Estado-nación o hará retroceder la marcha de la globalización. No se advierte en el horizonte la intención de hacer del mundo un espacio público sujeto a reglas y mecanismos civilizadores. La cumbre sobre el cambio climático de Copenhague puso en evidencia que las dinámicas y tensiones globales se disuelven en una compleja red de interacciones bilaterales y regionales: Estados Unidos y China, Estados Unidos y Rusia, la Unión Europea, América Latina, Medio Oriente. Todos fuera de la ONU, todos a las orillas de la ley común.

2009 es el año de los problemas globales. 2010 será, eso parece, de resacas y poco más.