martes, 8 de septiembre de 2009

Un pequeño cambio

Nadie objeta la necesidad de lograr reformas en el corto plazo. La tormenta perfecta, como ya algunos llaman a los tiempos que corren, ha provocado una sinfonía reformista. La crisis económica mundial, la escasez alimentaria global, la resaca de la influenza, la caída estructural de la producción petrolera y sus efectos en los ingresos públicos, el desafío latente de la delincuencia organizada a la convivencia colectiva, la sequía y el desabasto creciente de agua, sobre todo en el Valle de México, demostraron que el ritmo de cambios institucionales ha sido insuficiente y que el país está en precarias condiciones para retos imprevistos. La realidad ha hecho palmario que viejos dogmas anclan el desarrollo, que nuestro sistema productivo no es palanca de crecimiento y que las instituciones públicas son impotentes para generar bienes colectivos porque están imbuidas en la inmovilidad que imponen los intereses privados y los corporativos. Se necesitan reformas y cambios culturales; transformaciones institucionales y nuevas actitudes políticas y cívicas. En esa necesidad parece haber germinado un principio de consenso. Sin embargo, ¿por dónde empezar?

La parálisis política se suele atribuir a la mezquindad de los políticos. Se les acusa con frecuencia de evadir la decisión que procura el bienestar general. Los políticos responden a la motivación del interés propio, no así al bien común, a la justicia social o al progreso. Para alumbrar las decisiones políticas necesarias sólo hace falta voluntad. El país no prospera porque los políticos son egoístas, corruptos, tontos o flojos. Si velaran por el interés de todos, hace tiempo que las reformas se hubieren dado. Este alegato voluntarista olvida que las instituciones son precisamente el antídoto para la condición humana y, en particular, los acicates de la política como disputa pacífica por el poder. Fueron los utilitaristas quienes percibieron el poderoso influjo de los incentivos y los desincentivos, del premio y el castigo. La naturaleza ha puesto al hombre, decía Bentham, bajo el gobierno de dos amos, el placer y el dolor. La acción política requiere una arquitectura institucional que motive el entendimiento e inhiba la resistencia al acuerdo; que asigne costos y beneficios por la actitud asumida en un contexto decisorio y frente a un determinado problema social; que haga placentera la cooperación y dolorosa la obstrucción. Piezas de ingeniería que induzcan a la formación de mayorías útiles para no depender de la contingente voluntad. Por ahí se puede empezar.

Antes que una reforma política a gran escala, un pequeño cambio puede alterar la estructura de incentivos a las que se enfrentan los legisladores como actores centrales de la decisión política. Eliminar la prohibición constitucional a la reelección consecutiva de diputados y senadores trasladará a los ciudadanos la capacidad de juzgar su actitud frente a la agenda de reformas que deben acometerse. Introduce un claro aliciente a reaccionar a la demanda real de los ciudadanos: resultados. Mientras persista, las dirigencias partidistas conservarán un alto poder de veto. La experiencia demuestra que la reelección en contextos de gobierno dividido facilita construir mayorías parlamentarias coyunturales. Y es eso lo que justamente requiere el país: mayorías concretas, ideológicamente dinámicas, en temas específicos. La reelección es un pequeño cambio para dar un gran empujón.

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