lunes, 14 de diciembre de 2009

Reformar al Congreso

En el debate sobre la necesidad de modificar las reglas que articulan al sistema político mexicano no se presta suficiente atención a la reforma del Congreso. Siempre que se habla de la reforma política se asume que es indispensable poner fin a la parálisis política, pero pocas veces se reflexiona sobre las condiciones en las que funciona el Congreso mexicano. En ese debate se ha obviado una pregunta central: ¿las reglas que rigen la actividad parlamentaria incentivan la construcción de acuerdos y posibilitan el juicio ciudadano sobre el comportamiento de los legisladores? Intuyo que no. La normativa vigente responde todavía a un régimen de mayorías monocolores. Si bien son necesarias reformas que hagan viables las decisiones políticas en contextos de pluralidad política y de gobiernos divididos, es igualmente cierto que el Congreso debe ser objeto de una revisión profunda. Y en esa ruta deben, a mi juicio, atenderse dos cuestiones.

En primer lugar, los procesos parlamentarios se rigen formalmente por un reglamento que data de 1934, cuyas prescripciones han sido superadas por la realidad. Se trata de una norma ineficaz para encauzar institucionalmente la deliberación y dar certidumbre y previsibilidad a la formación de la voluntad legislativa. Frente a la ineficacia de este cuerpo normativo, en las legislaturas recientes se ha recurrido a los acuerdos parlamentarios para normar aspectos específicos del funcionamiento del Congreso.

Estos acuerdos no son sino pura y contingente discrecionalidad. Los procesos parlamentarios, desde la creación de leyes hasta los distintos instrumentos de control y vigilancia sobre otros poderes, no están sujetos a un marco de referencia estable e indisponible. No hay incentivos a la cooperación, previsiones expresas sobre el flujo de los procesos, ni es posible identificar cuál ha sido la posición asumida por cada legislador en torno a una determinada pieza legislativa. Podemos conocer el resultado, pero no la contribución y las actitudes de cada uno a lo largo del tiempo, lo que sin duda impide la asignación de créditos y responsabilidades. Sin reglas claras y preestablecidas, la dinámica parlamentaria es energía desatada, territorio sin ley. Cruel paradoja: en la casa de los hacedores de la ley, no hay ley que mande.

El segundo problema práctico es también una ausencia, un vacío. El derecho parlamentario no fija derechos y obligaciones concretas para los legisladores. No establece mecanismos para sancionar conductas disruptivas. Prácticamente en todos los parlamentos democráticos del mundo se prevén procedimientos para juzgar las conductas que impidan el normal funcionamiento de la institución, así como consecuencias frente al incumplimiento de las obligaciones que corresponden a los legisladores. Al mismo tiempo, se contemplan derechos específicos y recursos ante la justicia para evitar que una mayoría impida el ejercicio de la función legislativa. En el parlamento mexicano se puede tomar la tribuna impunemente e igualmente se puede impedir que un legislador presente una iniciativa sin remedio alguno. El peor de todos los mundos.

La reforma política debe partir de la reforma al Congreso. De una reforma estructural que le dé al parlamento mexicano instrumentos para dinamizar internamente la función legislativa, y así hacer funcional a la democracia en su conjunto.

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