lunes, 22 de febrero de 2010

Cuentas públicas

Desde 1999, la fiscalización de los ingresos y los egresos públicos, así como del cumplimiento de los objetivos de los programas, se asignó a un órgano técnico dotado de autonomía de gestión, formalmente adscrito a la Cámara de Diputados. Este órgano, desde esa reforma constitucional, tiene a su cargo la revisión de la cuenta pública que anualmente rinde el Ejecutivo federal, y debe presentar a los diputados un informe sobre los resultados de dicha revisión. A partir de ese informe, los diputados no sólo activan sus facultades de control político, sino que también están llamados a corregir, a base de medidas legislativas y presupuestales, las insuficiencias y debilidades de las políticas que se fondean con recursos públicos.

El arreglo institucional vigente atiende un triple propósito: profesionalizar la fiscalización sobre la gestión presupuestal y financiera del gobierno; impedir que una mayoría parlamentaria pueda condicionar los alcances de la rendición de cuentas sobre la aplicación de los fondos públicos, como sucedía en los tiempos del partido hegemónico y, además, provocar que los resultados de la revisión de la cuenta pública orienten futuras decisiones presupuestales, sin perjuicio claro está de las responsabilidades concretas que ciertas conductas indebidas pudiesen motivar.

Una segunda reforma constitucional, del año de 2008, acotó los plazos de revisión de ese instrumento con el propósito de alcanzar el tercer propósito antes aludido, esto es, que de la fiscalización superior puedan derivarse medidas preventivas y correctivas de cara a próximos ejercicios presupuestales. De hecho, la ley reglamentaria ordena que las comisiones parlamentarias sectoriales acompañen la discusión pública del informe de resultados. Esto último permite que los espacios parlamentarios en los que se da seguimiento permanente a las políticas en cada uno de los distintos sectores, puedan nutrirse de los errores, omisiones e incluso fortalezas detectadas por la Auditoría. Es, en esencia, un cambio sustancial de enfoque: los destinatarios de la revisión de la cuenta pública no sólo es el Ejecutivo federal como responsable de la custodia y aplicación de los fondos públicos, sino también los diputados que tienen en sus manos la aprobación de los próximos presupuestos.

En los últimos días, se ha difundido la especie de que existen cuentas públicas pendientes de resolución. Por alguna incompresible razón se ha interpretado que esas cuentas quedaron en el limbo de la indefinición o, peor aún, que esos ejercicios no fueron cabalmente auditados. Esa interpretación es falsa. Todas esas cuentas públicas fueron revisadas por la Auditoría. Entre 2003 y 2007, la Auditoría Superior efectuó mil 680 revisiones concretas y emitió 12 mil 682 acciones sobre esos ejercicios. De ese universo de acciones, sólo quedan por solventar 56 de 2006 y 347 de 2007. El problema es otro. Las leyes no se ajustaron previamente para definir cuál es el papel de los legisladores frente a los informes de resultados. Por fortuna, las reformas de 2008 y 2009 han corregido esta situación.

La fiscalización de los recursos públicos y de las políticas gubernamentales concluye con la discusión pública y serena en la sede de los diputados. Es un elemento fundamental del control político. Sin perder de vista, por supuesto, que el principal deber es corregir lo que se esté haciendo mal.

lunes, 15 de febrero de 2010

República laica

El vocero de la Arquidiócesis de México, don Hugo Valdemar, condenó la aprobación en la Cámara de Diputados de la reforma que introduce a la Constitución el adjetivo de laica a la forma de Estado y de gobierno. A su juicio, tal reforma acota la libertad religiosa de las personas, promueve la intolerancia en ese ámbito y, además, siembra en la sociedad actitudes que son “irracionalmente antirreligiosas”.

Las implicaciones jurídicas que preocupan al párroco no derivan de la narrativa del texto aprobado. Así lo reconoció el vocero de la Iglesia católica: “Las verdaderas intenciones de esta reforma, que parece inofensiva, no han tardado en quedar al descubierto cuando diputados del Partido de la Revolución Democrática han externado su verdadero objetivo de acallar y amordazar la voz de la Iglesia y de los ministros de culto en general”. La reforma constitucional no es cuestionada por la regla que introduce al ordenamiento jurídico, las conductas que norma o la proyección de ese nuevo contenido en el resto del sistema, sino por la procedencia partidaria de sus promotores. La reforma limita las libertades religiosas porque el PRD la apoya, no porque modifique el estatus constitucional de las iglesias o porque incorpore restricciones positivas a la expresión pública o privada de las fes o de las convicciones.

Extraña que don Valdemar no mencione la participación entusiasta del PRI en la reforma (cuatro de las ocho iniciativas fueron presentadas por legisladores priistas) ni el voto unánime de ese grupo parlamentario. Sorprende también que al párroco no le inquiete que el PRI se hubiere opuesto a admitir la adición propuesta por el PAN a la exposición de motivos en el sentido de reconocer que el principio de laicidad implica, ante todo, una regla de neutralidad frente al hecho religioso, lo que supone necesariamente reconocer y garantizar el ámbito de libertad individual para creer y expresar en lo que se cree, pero sí que “diputados de Acción Nacional hayan renunciado a la histórica defensa de su partido por apuntalar las libertades a las que tiene derecho todo hombre y a la construcción democrática, al apoyar esta concepción negativa de un Estado laico”. Para don Valdemar la amenaza a la libertad provienen de las definiciones del PRD y las claudicaciones del PAN. La histórica ambigüedad del PRI, esa permanente actitud de condenar el culto público y celebrar misa privada, es quizá para don Valdemar la mejor expresión de una concepción positiva del Estado laico, porque simplemente está vacía.

El principio de laicidad es, desde muchos siglos atrás, definición política y contenido constitucional. Desde la perspectiva estrictamente jurídica, la reforma constitucional no altera las relaciones entre las iglesias y el Estado, no limita la pluralidad religiosa ni impone nuevas cargas o límites a los creyentes de cualquier fe. Es una reforma nimia, neutra, desde el punto de vista constitucional. Su propósito debe leerse en clave política: es argumento que necesitan algunos para mantener el pulso en un debate inacabado, para no desdibujarse en alianzas explícitas, disfrazar cercanías y recuperar el equilibrio en la ambigüedad.

No hay nada inconfesable en que algunos partidos orienten su acción política en la ética religiosa. Lo que inquieta es que ciertos partidos y algunos políticos necesiten hacer reformas para definir en qué creen o para lavar su mala conciencia.

lunes, 8 de febrero de 2010

La dictadura de la primera plana

La primera plana desata una ola de reacciones. Legisladores muestran su indignación frente a la revelación periodística. La noticia narra que a los jubilados se les está reteniendo impuestos. Detrás de las referencias a expertos y de las declaraciones de los afectados, se desliza el argumento moral que motiva la nota: la voracidad fiscal del gobierno no tiene límites y alcanza, incluso, a aquellos que en la recta final de su vida subsisten con el producto de años de trabajo. La complejidad de la estructura fiscal del sistema de pensiones reducida a una nueva afrenta para los más pobres. De inmediato, protestas en la tribuna, anuncios de iniciativas que corregirán el agravio, clamores para citar a comparecer a este o a aquel funcionario. La representación popular activa sus facultades según los dictados de las ocho columnas. Nadie llama a revisar con serenidad la cuestión. Nadie escapa a la contingente inmediatez de la noticia.

Este caso ilustra bien la habitual subordinación del discurso político al discurso periodístico. Nuestra democracia está afectada por la incontinencia verbal de los políticos, por su imposibilidad para trascender el ritmo del quehacer mediático, su incapacidad para plantear las distintas aristas de los problemas. Entre ambos discursos no hay diálogo. Son proyecciones del discurso social, pero no interactúan para encontrar equilibrios reflexivos. En el caso concreto, el discurso político no evidenció que, desde 1979, los ingresos por pensiones y jubilaciones están exentos hasta los poco más de 15 mil pesos mensuales. Antes de ofertar medidas legislativas, el discurso político olvidó que 98% de los pensionados y jubilados se encuentran en ese supuesto de exención y que, por tanto, ampliar ese beneficio fiscal supone invertir 600 millones de pesos anuales en beneficio sólo de 50 mil personas de altos ingresos. Tampoco la congruencia fue obstáculo: los mismos que afirman que se deben disolver los privilegios creados por los regímenes fiscales especiales, son los mismos que ahora piden que no paguen impuestos los pensionados de la iniciativa privada, de los bancos, los ex presidentes y todos aquellos que en función de haber percibido altos ingresos de cotización, lograron un retiro holgado. El discurso político no repara en las implicaciones: extender, como entusiastamente lo proponen, la exención a todos los tramos de ingresos por pensiones, incentivaría a planeaciones fiscales agresivas para evitar la carga fiscal sobre ingresos presentes a cambio de una mayor utilidad al momento del retiro, lo que a su vez alentaría el uso de los sistemas privados de pensiones. Vaya paradoja: los que hoy se autodefinen como los defensores de los sistemas públicos son quienes, embelesados por una fotografía en los periódicos, terminan inconscientemente impulsando su debilitamiento.

El discurso político está paralizado en la reacción a las notas de prensa. Ha renunciado a esa dimensión pedagógica que resaltaba Ortega y Gasset. No suministra información y razones para situar los contornos de los problemas y de sus soluciones. El discurso político y, al final de cuentas, la política, atrapados en la glosa del hecho o en el eco de las indignaciones publicadas. La política como súbdita en la dictadura de las primeras planas.

lunes, 1 de febrero de 2010

La democracia de la Constitución

Una constitución es producto de la historia y de la política. Reproduce la esencia de una sociedad, su devenir en el tiempo. Recoge las aspiraciones, los valores compartidos, los fines que orientan la convivencia. Es decisión política sobre lo que no puede quedar sujeto al arbitrio de la contingencia, al capricho de las mayorías, al veto de las minorías. Pero es, ante todo, norma que establece derechos, fija límites, impone obligaciones, determina los procedimientos y las rutinas a las que debe someterse la política. Es derecho que crea el poder, lo distribuye y lo regula. Reglas que introducen incentivos o inhiben conductas. Acicates y frenos a la voluntad; instituciones que orientan la acción colectiva hacia objetivos compartidos.

La Constitución mexicana no ha sido eficaz para hacer productiva la pluralidad política. Sin duda, ello se debe en buena medida a la actitud asumida por los depositarios del poder, por los partidos y los políticos, por aquel subconjunto de ciudadanos al que se le suele caracterizar como clase política. Sucede, sin embargo, que las instituciones están hechas para trascender las insuficiencias, las incapacidades, las pasiones e inclinaciones de las personas. Son los antídotos contra la imperfección humana. Las prescripciones de la Constitución vigente no alientan la toma de decisiones sino que, por el contrario, inducen a la obstrucción, al desencuentro, a la irresponsabilidad. Como institución común, la Constitución y en general las reglas que norman la acción política, desde el acceso al poder hasta el ejercicio del poder encomendado, han ido consolidando una suerte de oligarquía democrática: figuran todos los elementos y condiciones de la legitimación popular, pero sin resortes de responsabilidad y con fuertes limitaciones para los ciudadanos de acceder al espacio público. En la democracia que resulta de la Constitución, un ciudadano no puede ser alternativa electoral a los partidos, no puede activar al Congreso para que discuta y apruebe una ley, no puede premiar o castigar a sus representados, está impedido para decidir si otorga o no una mayoría parlamentaria que acompañe al Ejecutivo. La Constitución separa los poderes, los distingue en naturaleza y competencia, pero no crea incentivos claros para la colaboración. La doble legitimidad del sistema presidencial, aquel elemento político en el que Bagehot, Wilson y Rabasa centraban la razón de la permanente rivalidad entre el Congreso y el Ejecutivo, no ha sido completada con mecanismos para premiar el encuentro y superar la parálisis. En la democracia que se proyecta de la Constitución, iniciativas pueden quedar atascadas en el silencio y la opacidad. Esa Constitución no promueve que las iniciativas se discutan públicamente para que cada uno razone frente al ciudadano sus méritos o defectos. La Constitución dibuja una democracia de ciudadanos menores de edad, de poderes en confrontación, de reformas que no llegan.

A 93 años de su vigencia, la Constitución debe ser cambiada para reflejar la aspiración común por una democracia eficaz. La reforma política que el Presidente de la República envío al Senado es la ruta para devolver al ciudadano la centralidad en la política, hacer productiva la pluralidad, hacer de la democracia motor de progreso y no mera plataforma para asignar el poder mediante el voto. Se trata, como decía Rabasa de la Constitución del 57, de depurar sus errores para “hacer posible la intervención popular en el régimen de la nación”.