lunes, 28 de septiembre de 2009

Crónica de una comparecencia

Al filo del primer cuarto de las 11 se declaraba el inicio de la sesión. Todo seguía su rutina habitual. No se trataba de una reunión cualquiera. Su propósito la definía en su circunstancia: la cuarta comparecencia de un secretario ante la nueva Legislatura. La Cámara había sido convocada para ejercer una de sus funciones básicas de control: el análisis del Informe presidencial sobre el estado que guarda la administración pública federal. Tocaba el turno al secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna. El mismo formato tedioso e interminable, políticamente infructífero, socialmente inútil. Monólogo entre sordos, bullicio improductivo, debate sin conclusiones y compromisos sobre las políticas públicas en curso o las deseables. Y si el formato en nada contribuía al ejercicio sereno de una responsabilidad republicana, desde temprana hora el clima habría de descomponerse por la actitud de sus integrantes. Un legislador, escudado en un pernicioso entendimiento de sus prerrogativas deliberativas, aprovecharía el espacio con el fin de calumniar al secretario compareciente. Desde el piso de la Cámara lo insultó con un calificativo que no merece repetición, porque sólo describe en su calidad moral a quien lo expresó. Aquel diputado adujo en su defensa que no puede ser reconvenido por las opiniones que emita en ejercicio de sus funciones. Resulta que esa prerrogativa constitucional no ampara la calumnia y que, además, al proferirlo no estaba en ejercicio de función legislativa alguna. Gritar desde la escalinata del Congreso no es el trabajo para el que un diputado es electo.

Después vendrían las puestas en escena, la utilería que sólo busca la foto de coyuntura, la mañosa artimaña de un político extraviado en glorias pasadas, los discursos que olvidan la responsabilidad propia en la generación del problema y en la construcción de las soluciones, la velada exigencia de resignación frente a la crítica en aras de la cooperación futura, el protagonismo oportunista animado en la intención de ganar adeptos en las filas propias.

Cruce de frustraciones, de acusaciones, de mezquindades. En medio de todo, un testigo. Un servidor público en la tarea de exponer las razones de sus políticas frente al escrutinio siempre severo de una representación plural. Control constitucional que no evidenció fortalezas o debilidades de las medidas de gobierno. Mera ocasión para las anécdotas de miseria política, estrechez de miras, insuficiencias institucionales y culturales para procesar la diversidad ideológica y las legítimas aspiraciones de poder.

En esa comparecencia faltó política. La política que se inicia en la contención propia, que no sacrifica el fondo por la forma, sino que hace de la forma testimonio de dignidad. Todo quedará en los archivos del Diario de los Debates. Nada más pasará, porque los ciudadanos no pueden castigar a sus legisladores. Pero esa es otra crónica: la de una anormalidad mexicana.

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