lunes, 31 de agosto de 2009

Auditoría Superior de la Federación

Los órganos constitucionales autónomos son invenciones mexicanas. Si las instituciones constitucionales reflejan el ser político y ser histórico de una sociedad, esos órganos no ubicados dentro de la esfera orgánico-funcional de alguno de los tres poderes tradicionales son la respuesta del constitucionalismo mexicano a la desconfianza y el desprestigio de los partidos. Ciertas funciones se sustraen de la división tripartita del poder y se asignan de forma exclusiva y excluyente a un órgano específico, primero para evitar la injerencia dominante de un poder autoritario, luego para dotar de imparcialidad al ejercicio de esas funciones frente a la “corruptora partidización”. No es casual que los órganos constitucionales autónomos estén asociados a la engañosa idea de la “ciudadanización”, ni que se presupongan dogmáticamente que esa condición constitucional de autonomía es el factor necesario y suficiente para que una función pública se realice correctamente. Nuestro constitucionalismo ha cultivado la falsa creencia de que los órganos constitucionales autónomos resuelven por sí los problemas de eficacia y eficiencia en el ejercicio de ciertas atribuciones del Estado, y que ese grado de autonomía es el único arreglo institucionalmente valioso.

Desde esta lógica, algunos proponen convertir a la Auditoria Superior de la Federación en un órgano constitucionalmente autónomo similar al IFE. Subrayo: el planteamiento, hasta donde entiendo, consiste en que la Auditoría deje de ser un órgano con autonomía técnica y de gestión adscrito a la Cámara de Diputados.

La propuesta es persuasiva. Diría que es hasta políticamente correcto acompañarla. Parte, sin embargo, de algunas falsas premisas. Primero, no todas las funciones públicas son susceptibles de depositarse en un órgano constitucionalmente autónomo. Segundo, la Auditoría, como sucede en todo el mundo, tiene ya un estatuto constitucional de autonomía funcional, aunque ciertamente no se trata de un órgano constitucionalmente autónomo. Tercero, lejos de fortalecer los controles sobre la aplicación de los dineros públicos, la autonomía orgánica de la Auditoría Superior de la Federación puede debilitar sensiblemente el sistema de control presupuestal y, en particular, la función de control político del Congreso mexicano. Aclaro: me refiero a la autonomía orgánica, no a la funcional, que desde 1999 ya la tiene.

Desde la declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, se considera como derechos fundamentales del ciudadano “consentir libremente la contribución pública” y “seguir su empleo”. Estos derechos se ejercían a través del representante popular. Convertir a la Auditoría en un órgano constitucional autónomo, terminaría por desdibujar esta función histórica de control presupuestal y, en consecuencia, debilitar una de las dimensiones básicas de la función representativa. Más aún, no advierto en el derecho comparado un modelo exitoso de fiscalización externa y posterior con autonomía orgánica con respecto al parlamento. Los ciudadanos eligen a los diputados antes que para legislar, para determinar el destino de las contribuciones al Estado y velar por su adecuado ejercicio. En esa función participa la Auditoría Superior como órgano técnico. En el control del gasto público, el Congreso y la Auditoría, juntos, son más potentes que separados. De eso se trata la representación política.

lunes, 24 de agosto de 2009

El desierto del pesimismo

El descrédito de las utopías, el fracaso de los romanticismos revolucionarios, los crímenes de los totalitarismos, el individualismo egoísta, la posmodernidad deshumanizante, la constatación empírica de que el sentido de la historia no es el progreso material de la humanidad ni el perfeccionamiento ético del ser humano, dieron al pesimismo poderosas razones para convertirse en dogma y recrearse como actitud política.

El pesimismo se ve a sí mismo como prótesis que separa a la crítica de la complacencia. Anteojos que permiten al crítico ver lo que nadie ve, advertir lo que otros ignoran. Lente que amplifica esos detalles en los que se esconden el mal, la corrupción del poder, la podredumbre de la política. Mientras que el optimismo es el reino de la ingenuidad, la estupidez del autoengaño, la manía de celebrarlo todo, el pesimismo se asume como distancia cauta frente al devenir de las cosas, como excepcionalidad ante la irredimible falibilidad humana, como sacrificio intelectual y moral en pos de la cruel verdad.

El pesimismo, como actitud política, es el temperamento del conservador. El pesimismo niega al cambio utilidad práctica y capacidad persuasiva. El pesimista cree que, premeditada o inconscientemente, la humanidad se dirige hacia destinos aciagos. El cambio sólo genera gananciales contingentes, temporales, accidentales. Del cambio únicamente surgen estadios efímeros que la natural predisposición humana a la desgracia se encarga tarde o temprano de disolver. La función del crítico y del político no es convocar voluntades para modificar la realidad, sino prepararnos para “encarar lo desagradable”, llamar a las cosas por su nombre, anticipar los males. Para el pesimismo, el cambio es la ceguera de la política cándida, de la política romántica. Ante la fatalidad inevitable, el argumento del cambio es la mentira del demagogo o la inocencia del idealista, es manipulación o fatuo optimismo, instrumento de poder o la ridícula creencia de que existe un mañana esplendoroso.

La realidad de México no es alentadora. Sufrimos las consecuencias de la irresponsabilidad, de la ausencia de decisiones oportunas. Pero el pesimismo como estado de ánimo colectivo es la derrota de la política. Hannah Arendt decía que vivimos y nos movemos en un mundo-desierto, pero que no pertenecemos al desierto aunque vivamos en él. La condición humana es la virtud de la resistencia, “el talento para realizar milagros”, “la capacidad de iniciar, de realizar lo improbable”. Arendt advertía del peligro de sentirse en el desierto como en casa. “Sólo aquellos que son capaces de mantener la pasión de vivir bajo las condiciones del desierto pueden armarse con el valor que descansa en la raíz de la acción y convertirse en seres activos”. Pasión y acción son las facultades humanas que, conjugadas, permiten enfrentar la adversidad. La política es acción y pasión en busca de oasis en el desierto. Es libertad que libera, capacidad de actuar en concierto, palabra que enciende las emociones, razones que movilizan inteligencias.

En el desierto del pesimismo la política es muda e inútil. Es conformismo y confort. Resistir al pesimismo no significa defender la boba cantaleta del optimismo; es convicción de que nada está perdido ni escrito para siempre. Si el pesimista debe elevar el tono de sus advertencias, la política debe construir la narrativa que nos ponga a todos a trabajar. Antes de que nos sintamos en el desierto como en casa.

lunes, 17 de agosto de 2009

Esperar un milagro

La Gran Depresión de 1929 heredó a los gobiernos la función de estabilizar la economía en tiempos de crisis. Rompió con el mito de las propiedades autocorrectoras del sistema económico. Para salir de una crisis que afectaba el empleo y amenazaba con provocar las tensiones sociales que había anunciado el marxismo como la antesala de la muerte del capitalismo, los gobiernos echaron mano del déficit público, para drenar los ahorros no utilizados del sector privado a gasto de inversión. Utilizaron el presupuesto como instrumento para generar empleos e impulsar la demanda. El efecto multiplicador del gasto público se encargaría de estabilizar al sistema: animado el ritmo del empleo con la intervención del gobierno, se reactivarían el consumo, la producción y, al final de cuentas, el empleo.

Para atajar la actual crisis económica mundial, los gobiernos recurrieron a recetas que surgieron intuitivamente en la década de los 30 y que luego las teorizaría Keynes. En una reciente colaboración a The New York Times, el premio Nobel de Economía Paul Krugman afirmaba que la intervención de los gobiernos había salvado al mundo de repetir la Gran Depresión. La crisis recordó que los gobiernos no son el problema, sino parte de la solución. Los 787 mil millones de dólares del plan de estímulo de Estados Unidos, los poco más de 500 mil millones de dólares que invirtió China, los 300 mil millones aprobados por la Unión Europea y las medidas que cada gobierno ha impulsado con la receta keynesiana, generaron un efecto combinado que está reanimando lentamente la economía mundial. Esos estímulos han salido de las arcas de los gobiernos (caso chino) o de aumentar el déficit público (Estados Unidos, por ejemplo). Y el sentido común sugiere que la capacidad de apoyar a la economía en tiempos de crisis está íntimamente ligada con su solvencia financiera y su capacidad recaudatoria.

El gobierno debe procurar bienes y prestar servicios públicos. Tiene la función de corregir los desequilibrios, las ineficiencias y las externalidades del mercado. Está llamado a intervenir activamente en la economía: con la política fiscal, la monetaria, con inversión dirigida a cohesionar social y territorialmente a la nación. Para cumplir sus funciones necesita dinero. Pero resulta que los gobiernos se financian a base de impuestos o con deuda. La historia demostró que el Estado es mal empresario, de modo que esperar ingresos por utilidades mediante la realización directa de alguna actividad es una ingenuidad soberana. Peor aún si se trata de la explotación de un recurso no renovable. El problema es que el Estado mexicano recauda poco en comparación con economías similares en valor. Recauda poco porque ha diferido las decisiones difíciles, pero necesarias. Afirma Macario Schettino que México financió su desarrollo durante los primeros 40 años del siglo XX con tierras ociosas, hasta que se acabaron; luego a base de deuda, mientras no llegaron las crisis recurrentes y, los 30 años siguientes, con el milagro de Cantarell, hasta que se acabó. Difirió las decisiones fiscales que hoy tienen a los gobiernos en estado de inanición.

La producción de petróleo y su precio van en descenso. La actividad económica que paga impuestos se ha desacelerado. La crisis mundial reclama el estímulo del gobierno para mitigar sus efectos en el empleo. La brecha es de 300 mil millones de pesos. Se puede esperar otro milagro. O actuar con responsabilidad.

viernes, 14 de agosto de 2009

¿Cuál neoliberalismo? (II)

En la entrega anterior distinguía entre el neoliberalismo como estrategia de desarrollo (la receta del Consenso de Washington) y el neoliberalismo como ideología; entre un conjunto de políticas liberalizadoras de actividades económicas y de disciplina macroeconómica y una visión políticamente militante de la primacía del mercado sobre el Estado. La distinción es relevante porque, a mi juicio, en los orígenes intelectuales del programa de Washington no está presente la idea de que el Estado estorba. Si bien ese Consenso presupone que los mercados por sí mismos generan resultados eficientes y que los problemas de índole distributivo se pueden resolver desde el mercado mismo (como cuestiones de punto de partida), el “fundamentalismo del mercado”, como lo ha definido Joseph Stiglitz, surge de la reacción al Estado de bienestar, es decir, al tipo de Estado intervencionista que aparece con los primeros gobiernos laboristas en Inglaterra y se desarrolla de manera consistente en Estados Unidos durante la presidencia de Roosevelt. No es casual que el neoliberalismo como ideología hubiera surgido de la mano de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. La frase “el gobierno es el problema; el mercado, la solución”, se acuñó para redimensionar al Estado frente a las relaciones económicas, una vez superada la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial y conforme se disolvía la alternativa comunista al sistema capitalista.

Insisto: ni el programa del Consenso de Washington ni el neoliberalismo como ideología tienen claros y distinguibles seguidores en México. Mucho menos fueron o son basamentos coherentes de las políticas públicas. Ningún partido político, por ejemplo, se define en función de lo uno o de lo otro. Durante la década de los 90, los gobiernos priistas impulsaron parte de esa agenda: privatizaciones de empresas públicas y de bancos, apertura comercial, definición de derechos de propiedad en el campo. Pero no retrocedió un ápice la presencia del Estado en la actividad económica. Ni en el discurso ni en la práctica. Y no podía ser de otro modo: el sistema político del régimen autoritario reclamaba más gobierno, no menos; un Estado promotor y benefactor, uno justiciero, no mero guardián diurno de las transacciones. Las tímidas políticas liberalizadoras no reconfiguraron la relación entre el Estado y el mercado, menos arraigaron una fe en los mercados libres de restricciones. Sirvieron a los propósitos de reconstruir la legitimidad que ya no otorgaba la retórica revolucionaria. Esa legitimidad se encontraría ahora vestida en ropajes de una ilusoria modernidad.

En México, el neoliberalismo no es consenso ni ideología que movilice. Sólo existe como consigna de manifestación zocalera y siempre como estigma del mal. Plantear la cuestión de la estrategia que debe seguir el país para promover el desarrollo a partir del fantasma del neoliberalismo es un recurso útil para evadir las respuestas a las verdaderas interrogantes. Los que claman por el cambio de modelo económico, ¿proponen abandonar la economía de mercado, una basada en la propiedad e iniciativa privadas, la división del trabajo, la motivación del beneficio, la especialización de la producción y el mérito de la innovación? ¿Sugieren ensanchar el papel del Estado en el mercado? ¿Cuánto Estado y dónde? ¿Volver al Estado-empresario, al Estado-banquero? ¿O simplemente al autoritario?

¿Cuál neoliberalismo? (I)

El lenguaje político suele reducir la complejidad de la realidad. En esa característica radica su utilidad persuasiva. Esa simplificación es peligrosa y contraproducente cuando se disuelve en el lenguaje mecánico, los lugares comunes, las frases huecas. La languidez del lenguaje político, ese defecto del discurso que neutraliza su potencia transformadora, es la primera causa de la inacción política.

Las recetas que se prescriben para enfrentar la crisis económica, lo mismo desde posiciones estatistas y corporativistas que desde la hipocondría de algún sector del empresariado, son buen ejemplo de las confusiones que se producen cuando se desprecia el rigor de los detalles, la precisión de los conceptos, la enseñanza que deja la experiencia del vecino, el aprendizaje que impone la historia. Me refiero al discurso que reclama un cambio de modelo económico. Preocupan de ese discurso sus simplificaciones y sus silencios. Este discurso identifica al modelo económico con el neoliberalismo. Sin plantear la alternativa, afirma que este modelo es la causa de todos los males nacionales y su erradicación resulta, en contrapartida, la condición necesaria y suficiente para el crecimiento. Porque falla en el diagnóstico, yerra en las soluciones. Anticipo mi conclusión: el fantasma del neoliberalismo no existe y la alternativa no es una economía dirigida desde el Estado.

El término neoliberalismo se suele asociar a un conjunto de políticas defendidas por organismos internacionales y el Tesoro de Estados Unidos durante los años ochenta y noventa. Estas políticas fueron bautizadas como el Consenso de Washington. Se trataba de una estrategia de desarrollo centrada en privatizaciones de empresas públicas, disciplina presupuestaria, la reorientación de los subsidios indiscriminados y su sustitución por inversión focalizada en salud, educación e infraestructura; la creación de mercados financieros, apertura comercial y eliminación de barreras a la inversión extranjera; desregulación, sobre todo, en mercados de trabajo y de productos, y derechos de propiedad garantizados por el Estado. Esas recomendaciones derivaron después en una fe indiscriminada en los mercados libres y la insistencia en reducir a su mínima expresión el rol del gobierno. Este giro ideológico es, sin duda, una de las causas de su mala reputación.

Sucede que a México el Consenso de Washington nunca se aplicó. El Estado tiene el monopolio de la explotación de distintas áreas estratégicas, existen actividades productivas bajo un fuerte proteccionismo estatal y prevalecen intensas barreras al comercio y a la inversión extranjera. Los mercados, sobre todo el laboral, funcionan con distintas modalidades de control de precios y restricciones a la oferta. El Estado recauda poco y destina importantes recursos a subsidios con baja tasa de retorno social. Los derechos de propiedad están mal definidos y el Estado es ineficaz para garantizar el cumplimiento de los contratos. La estructura económica coexiste con un Estado fuerte, pero ineficiente.

El neoliberalismo no es la causa de los males nacionales porque nunca ha llegado. Nuestro problema no es de ausencia de Estado, sino de definir en dónde debe intervenir y en dónde no. El riesgo del discurso del cambio de modelo económico es que esconde una añoranza: la dosis de autoritarismo económico que hacía a unos inmensamente ricos y a otros profundamente pobres.

Extravíos

Las causas de la derrota electoral son internas. No ganó el PRI; perdió la estrategia de contraste. Veinticuatro días para elegir a un nuevo presidente son insuficientes con miras a definir un mandato claro para la nueva dirigencia. No renovar también al Comité Ejecutivo Nacional es una prueba más de ampulosa cerrazón. El proceso electivo interno está predeterminado en sus resultados. Someter una alternativa al escrutinio del Consejo Nacional, competir, es avalar una imposición. El partido demanda una candidatura de unidad. Se requiere otro Consejo Nacional, no éste, para abandonar la autocomplacencia y alumbrar la verdad. Con el fin de abandonar la simbiosis entre partido y gobierno, primero la reflexión, luego la elección.

Esta es una apretada síntesis del discurso que ha reunido a algunos panistas frente a la elección del nuevo presidente del PAN. No se trata de un discurso que resalte profundas diferencias ideológicas. Un debate que reclame énfasis en posiciones liberales o conservadoras; definiciones entre laicidad ilustrada o catolicismo militante. Tampoco reclama una revisión crítica de la agenda del partido. Pocas reflexiones se advierten sobre la posición del PAN en el espectro político y, en especial, ante las dos amenazas latentes a la democracia mexicana: el corporativismo —tanto en sus expresiones públicas como privadas— y los autoritarismos periféricos. Si bien ese discurso suele adornarse con prolijas referencias a los motivos espirituales de la fundación del PAN, resulta notoria la ausencia de definiciones concretas de política pública. Es argumento emotivo que apela al cambio democrático de estructuras, como decía Efraín González Morfín, pero no habla de fiscalidad, de política económica o monetaria, de la reordenación de prioridades del sistema productivo, de flexibilidad con justicia en el mercado laboral, de la calidad en la educación, de incentivos virtuosos a la ciencia y la tecnología más allá de la inversión pública, de eficacia de las instituciones del Estado.

Estas ausencias, esos silencios, tienen explicación. Ese discurso pretende una nueva correlación en la distribución del poder interno. En política, ese propósito es comprensible. Sin embargo, los propósitos políticos, en democracia, sólo tienen legitimidad si responden a la utilidad social. El llamado a deliberar y luego elegir busca una integración más favorable del Consejo Nacional para ciertas candidaturas. La renovación total del Comité Ejecutivo es la oportunidad de una nueva negociación que amplíe los márgenes de influencia en las decisiones del partido. Se aduce que la deliberación interna alumbrará la verdad, y se pone en duda la capacidad de los consejeros nacionales de elegir, en libertad y con autonomía de conciencia, a la nueva dirigencia nacional. Acusan de ilegítimas intromisiones y, al mismo tiempo, llaman a construir candidaturas de unidad al margen del Consejo. Convocan a recuperar la tradición democrática del PAN y proponen tirar al cesto de la basura las reglas que nos hemos dado.

En esa apelación discursiva a la idea original, se olvida que el PAN nació, frente al PRI, como un proyecto modernizador que entendía a la técnica como la pareja inseparable de la política, y frente a José Vasconcelos, como una apuesta civilizadora del apetito personal. El extravío de la idea original es el olvido de esa doble esencia: dejar de construir políticas públicas, para sólo debatir sobre los apetitos de poder.

La mayoría del voto en blanco

Los resultados electorales de este año no fueron particularmente distintos de los de la elección federal intermedia de 2003. La proporción de votos de las tres formaciones políticas mayores no varió de forma significativa. En 2003, el PRI obtuvo 36.8% de los votos depositados en las urnas, mientras que el PAN alcanzó 30.8% y, el PRD, 17.6 por ciento. En 2009, el PRI obtuvo 36.9%, una décima más, el PAN 28% y el PRD 13 por ciento. Vistas así las cosas, las sorpresas de la elección, y en buena medida la percepción sobre vencedores y vencidos, vinieron del ámbito local.

Un dato diferencia a esta elección de otras intermedias: el PRI y el PVEM alcanzan juntos la mayoría en la Cámara de Diputados. Si se toma en cuenta que el PAN no posee suficientes votos para sostener el veto presidencial sobre el Presupuesto de Egresos, el PRI y sus socios tienen una influencia significativa en la determinación de las fuentes de financiamiento y de las prioridades y los alcances del gasto público. El PRI y el PVEM pueden decidir sobre los fondos públicos, sin la concurrencia del Ejecutivo federal o del PAN. Con esa mayoría, tienen la capacidad de fijar la agenda y el ritmo de la discusión anual sobre el paquete económico federal; pueden controlar la ruta de un paquete de decisiones de política económica que, por definición constitucional y de certeza a los mercados, deben adoptarse en plazos perentorios. Desde 1997, no se presentaba un escenario de potencial mayoría estable en la Cámara de Diputados.

Dos factores explican este hecho político. En primer lugar, el factor PVEM en su triple dimensión: el crecimiento importante de las preferencias por este partido, la coalición parcial con el PRI en 63 distritos electorales y la alianza política con las televisoras. El Partido Verde Ecologista de México sirvió para postular candidatos entre un electorado con alto rechazo al PRI, por ejemplo, en el Distrito Federal. Cumplió también la misión de cobijar a personas cercanas a líderes del PRI que difícilmente hubieren alcanzado candidaturas por este partido, ello a cambio de alguna porción del voto duro priista. El PVEM aprovechó cuanto vacío avizoraba, para burlar la limitación constitucional a la promoción electoral en radio y televisión.

El segundo factor es el voto nulo. Sí, el movimiento anulacionista benefició al PRI. Los partidos que superan la barrera de 2% del total de votos depositados en las urnas, tienen derecho a que se les asignen diputados de representación proporcional. La Constitución establece una limitante: ningún partido puede tener una proporción de curules, en la Cámara, mayor que su votación nacional más ocho puntos porcentuales (cláusula de sobrerrepresentación). Sin el fenómeno del voto nulo, el PRI sólo hubiera tenido derecho a diputados de representación proporcional hasta alcanzar 225 curules en total, como consecuencia de esta cláusula. Los nulos se descuentan para asignar las diputaciones plurinominales. Por tanto, el PRI pasa, de una votación total de 36.9%, a una efectiva de 39.5%, de modo que su límite de curules se eleva de 225 a 237. Sin los anulacionistas, el eje PRI-PVEM se hubiere quedado a tres curules de la mayoría. Otra historia, sin duda.

Ese movimiento ha contribuido a la mayoría parlamentaria PRI-PVEM. En las plataformas de estos partidos no está la agenda que abanderó este movimiento. El voto en blanco no construyó mayoría en torno a esta agenda, pero sí una mayoría en blanco.

Germán Martínez

En el anuncio de su renuncia, Germán Martínez invocó a la ética de la responsabilidad y a la cultura de la dimisión. En su mensaje trasluce su convicción de que la responsabilidad es un sistema de valores que civiliza a la política, que la orienta hacia la utilidad social y la mantiene dentro de las fronteras de lo éticamente deseable. Su decisión evidencia que, en su credo personal, la dimisión es el reflejo de un modo de vida colectivo en el que cada uno asume las consecuencias del ejercicio de la porción de poder que ostenta. Frente a la incultura del aguante, de esa actitud que apela a la desmemoria de los ciudadanos, Germán Martínez aceleró el juicio interno y externo sobre su gestión y los resultados. No pretendió oxigenar su liderazgo repartiendo culpas o evidenciando mezquindades. Llamó a una reflexión crítica sobre el presente y el futuro del partido, con su personal conclusión por delante. Y su conclusión empieza por un digno principio: él mismo.

Germán Martínez jugó el papel que le tocaba. A costa de su imagen y de su destino político, se propuso convertir la elección en un dilema de futuro para los ciudadanos. Conocía bien a sus adversarios en este proceso. Aprendió de política y del PAN en la lucha democrática contra el régimen autoritario del PRI en los años ochenta. Necesitaba animar a un partido que en muchas partes ha sustituido la generosidad por los incentivos de la nómina; sabía que al partido le hacía falta la intención y el propósito que antes congregaban espontáneamente a miles de voluntades. Puso la bandera, fijó el dilema. Quería recuperar el coraje que mostró el panismo en las elecciones de otros tiempos. Ese coraje que surge en la adversidad y que alcanza la victoria. Con los reflejos que tienen los panistas que se han forjado en el debate, intentó disolver el discurso de simulada renovación política y generacional del PRI. Sacrificó su perfil de político dialogante y moderado para entusiasmar, para sublevar democráticamente a las conciencias. Pocos le ayudaron. Muchos dentro del partido, por inocencia o con dolo, hicieron eco del discurso priista que condenaba a bravata el argumento que les incomodaba. Con el falso llamado a un debate de altura, los adversarios pretendían silenciarlo y los de casa ganarse el aplauso fácil de unos cuantos. Muchos de los que con la reforma electoral sepultaron las ventajas comparativas de Acción Nacional en la competencia por los votos, no estuvieron para cultivar la estructura o enfrentar en el debate público al “nuevo PRI”.

Tras la derrota surgen voces que claman el extravío de la esencia original del partido. Nadie puede reprochar a Germán que pensara en él y en su futuro antes que en el PAN. Condujo la vida interna con empeño de unidad. Invirtió todo por el partido y sus gobiernos. Sin ceder a la ingenua tentación de olvidar que un partido procesa aspiraciones de poder y que dentro del PAN coexisten en competencia distintas sensibilidades, sigue revisar, con sinceridad y lealtad, nuestro quehacer doméstico. El PAN, como decía Carlos Castillo, no es academia que especula a distancia sobre la vida colectiva ni horda que asalta al poder por el poder mismo. El partido debe saber vivir en el poder. Y aprender que el poder, en democracia, tarde o temprano cambia de manos.

La dimisión de Germán es su victoria cultural: demostró que en el PAN está viva la ética de la responsabilidad.

5 de julio

Cuando escribo esta columna, no han cerrado aún las casillas electorales. Tampoco se conocen encuestas de salida. Prevalece la incertidumbre democrática. Resultados preliminares empezarán a fluir durante la noche del domingo. Los cómputos distritales, que arrojan los resultados definitivos de la elección federal, se van a realizar a partir del próximo miércoles. Hasta entonces sabremos la distribución del poder en los espacios de decisión política. A partir de ese momento conoceremos cuál es el juicio de los ciudadanos sobre los partidos y la orientación que han mandado para las políticas públicas.

En las primeras horas de la jornada, los datos sobre el desempeño organizativo del IFE son ejemplares. Se instaló 99.9% de las casillas previstas, en un menor tiempo que en procesos electorales precedentes. De ese universo, en 99.8% de los casos, presidió la casilla el ciudadano insaculado y capacitado por el IFE. Estas primeras noticias de la jornada muestran que la memoria institucional encarnada en el servicio profesional electoral y la concurrencia generosa de los ciudadanos en las tareas de recibir y contar los votos son las palancas fundamentales de la institucionalidad electoral.

Cada partido decidirá ahora qué hacer con la parte de poder que los ciudadanos le han prestado. Si utilizan esa capacidad de decisión para apuntalar candidaturas frente a la elección de 2012 o si la invierten en la confección de soluciones a los problemas sociales. En los próximos tres años, los responsables deberán acometer la tarea de fortalecer las finanzas públicas y resolver la caída de los ingresos petroleros; tendrán la responsabilidad de mejorar las condiciones estructurales en seguridad jurídica y pública, para atraer más inversión y alentar la competitividad de la economía; revisar la ley laboral con miras a introducir incentivos virtuosos a ese mercado y que detonen la productividad del país; realizar reformas al sector de las telecomunicaciones y a los energéticos para generar una plataforma que financie el desarrollo en el mediano y el largo plazos y, en particular, la formación de capital humano.

A partir de que las autoridades definan los resultados de las distintas elecciones, quedarán atrás la campaña, el debate y los contrastes. Empieza un nuevo ciclo para los acuerdos y la construcción colectiva de políticas públicas. Los matices que se subrayan en toda elección deberán ser sustituidos por las coincidencias que definen mayorías socialmente útiles. Deliberar, negociar, acordar, no es una potestad de los partidos, sino una responsabilidad frente a los ciudadanos que les dieron su confianza. Los votos que cada ciudadano emite a favor de un partido o de un candidato deben ser correspondidos con resultados tangibles. En las democracias con gobiernos divididos, en esos sistemas políticos en los que el poder se comparte y la responsabilidad se reparte, distintos actores pueden decidir o evitar que se decida. No hay decisiones en solitario, sino concurrencia necesaria y obligada.

Los procesos electorales siempre tienen un día después. Y ese día después, y el que le sigue, son para hilvanar decisiones. Hasta que llegue el siguiente proceso electoral y venga la nueva hora de los contrastes y las diferencias.