jueves, 2 de julio de 2009

Esperando a Godot


En 1952, Samuel Beckett publicó una obra de teatro bajo el título Esperando a Godot. Vladimir y Estragón aguardan a alguien llamado Godot. Ignoran todo sobre él: qué quieren de él; quién es; qué aspecto tiene y si vendrá alguna vez. Ni siquiera están seguros de que exista realmente. Junto a un árbol, matan el tiempo hablando. Pero sus intentos de conversar fracasan una y otra vez. Hablan sin comprenderse, se interrumpen, se repiten, cambian abruptamente de tema. Se comportan como si estuvieran en un callejón sin salida; como si no pudieran seguir hacia adelante.

De pronto, alguien anuncia que Godot no podrá venir hoy, pero seguro lo hará mañana. El día siguiente todo se repite. Vuelven a esperar. Se preguntan si realmente sólo ha transcurrido un día desde ayer. De nuevo, les comunican que Godot no vendrá hoy, pero seguro lo hará mañana. Al final del segundo día queda claro que la continuación en forma de un tercer día no traerá nada nuevo.

El próximo 5 de julio, los ciudadanos están llamados a las urnas para renovar la Cámara de Diputados. El proceso electoral entra en su fase definitoria. Surgirá una nueva distribución del poder político. La voluntad de los ciudadanos se habrá materializado en personas y votos en los espacios de decisión. De esas personas y de esos votos, dependerán el futuro inmediato de las políticas públicas y el destino de la convivencia colectiva.

Son años cruciales. La lucha por la seguridad puede tener un nuevo impulso o paralizarse por los vetos de la oposición. El combate contra la delincuencia depende de un Congreso que apoye al Ejecutivo federal y, en especial, de diputados que estén dispuestos a autorizar los recursos necesarios para dignificar la función policial, para desarrollar infraestructura de inteligencia en la investigación y prevención del delito, para profesionalizar a ministerios públicos y jueces, para implementar los juicios orales y estrechar los controles sociales sobre la justicia. En los diez segundos de soledad dentro de la mampara electoral, cada ciudadano debe decidir si el país sigue por la ruta de enfrentar con toda la fuerza del Estado a los criminales, o si regresa al pasado de la simulación.

La próxima legislatura decidirá el lugar de México en el mundo, en un momento en el que se discute el futuro del sistema capitalista y el papel que el Estado debe jugar en las relaciones económicas. La crisis económica mundial ha disuelto en el ácido de la realidad la vieja convicción de que el mercado se autoregenera y que el Estado estorba. Pero también esa crisis pondrá a prueba la capacidad de cada sociedad de reinventarse, de alinear incentivos hacia la innovación, de ensayar, sin atavismos ideológicos, nuevas fórmulas de cooperación entre el sector privado y el sector público. La sociedad tendrá que decidir si abandonamos ese sistema productivo ineficiente y corporativo que ahoga la iniciativa privada y premia la manipulación política, con medidas legislativas que promuevan la competencia y animen la inversión productiva generadora de empleos.

Junto a aquel árbol, Vladimir y Estragón se quedan donde están, siguen siendo como son y lo que son; no aprenden nada, no encuentran nada, no cambian nada, no obtienen nada y, sin embargo, esperan a Godot. Una escena que se repite sin cesar; una mera repetición de lo que ya no ha pasado. Los ciudadanos decidiremos el 5 de julio si esperamos tres años más a Godot, o si acometemos la tarea de modernizar a este país.

El mesías en Iztapalapa



“No te las vayas a creer”, le espetó el mesías. Todo se lo deberás al movimiento y ante el movimiento responderás. Las fatalidades de la política, esa fortuna de la que hablaba Maquiavelo para explicar la azarosa circunstancialidad a la que se enfrentan los hombres de poder, puso a Rafael Acosta, alias Juanito, frente a la mirada del omnisciente líder. Lo eligió a él para corregir una “injusticia”, para subsanar la “infamia” del fallo judicial que anuló casillas y que, en consecuencia, revirtió el resultado de la contienda perredista por la candidatura a la jefatura delegacional de Iztapalapa. Todos a votar por el candidato del Partido del Trabajo, instruyó el caudillo. Juanito, disciplinado como siempre, cederá su lugar. Clara Brugada será la ungida, pese a quien le pese. Es mandato del “Pueblo”, recuerda el mesías.

Para que sus designios se cumplan, el movimiento debe mandar al diablo a algunas instituciones. Ya no al Tribunal Electoral que emitió el fallo o al Instituto Electoral del Distrito Federal que debe cumplirlo, sino al PRD, al jefe de Gobierno y a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal. El soberano perfila ante sus aplaudidores la estrategia: el movimiento hace ganar a Juanito, éste de inmediato renuncia, el jefe de Gobierno propone a Clara Brugada como sustituta y la Asamblea Legislativa la aprueba. Los dispositivos legales para suplir la ausencia de un cargo público electo son herramientas al servicio del mesías. Las autoridades que intervienen en esos procesos, también. En nada preocupa la necesaria acción colectiva que la estrategia del líder presupone, ni los resortes del pluralismo político. La opinión de sus destinatarios es irrelevante. Frente a sí no hay mujeres y hombres libres, sólo fieles seguidores de la causa, su causa. El líder ordena a sus huestes movilizar el voto para ganar la elección y a los ciudadanos a modificar su preferencia; decide el sentido de una medida que corresponde en exclusiva a una autoridad establecida; se asume por encima de la representación popular en la ciudad. Ninguna institución es obstáculo a su voluntad. Todos están a su disposición y le tributan pleitesía. “El movimiento soy yo”.

El episodio de Iztapalapa no aporta nada nuevo sobre el talante autoritario de López Obrador. No hay tampoco novedades sobre la vida interna del PRD. El partido de la izquierda no puede liberarse de sus dogmatismos y de sus dogmáticos. En su seno anida el huevo del autoritarismo populista y se recrea el desprecio a los instrumentos civilizatorios de la democracia liberal. El episodio, sin embargo, dice mucho sobre Marcelo Ebrard. La tibieza inicial para confesar que nadie le había consultado, terminó en una incomprensible defensa de la legitimidad de la estrategia. Lo dicho y, sobre todo, los silencios públicos del alcalde expresan que no está dispuesto a defender su autonomía frente a su ex jefe. Es una foto del secuestro político en el que vive el jefe de Gobierno. Los circuitos de interés corporativo estrangulan sus márgenes de decisión política. Es crónica de la imposibilidad de Marcelo Ebrard para dejar de vivir a la sombra del caudillo y construir un liderazgo propio. Una muestra de que en la Ciudad de México sigue mandando Andrés Manuel López Obrador.

El mesías en Iztapalapa dejó en claro que Marcelo Ebrard aún no le disputa la candidatura presidencial para 2012. O, quizá, que para el mesías ese desafío simplemente no es creíble.