lunes, 30 de noviembre de 2009

El ser y tiempo de las reformas

Palabra y tiempo. Las dos esencias que, según afirmaba Carlos Castillo Peraza, siguiendo a Martin Heidegger, entrelazadas definían a la política democrática. La primera, la palabra, denota el instrumento que le es propio. La segunda, el tiempo, representa su dimensión humana, material, histórica. Instrumento y propósito, medio y fin. Así, la política es palabra, diálogo, argumento que no sirve a misión especulativa, sino a transformar la realidad, a perfeccionar la vida colectiva, a cambiar el destino de una comunidad de seres racionales distintos pero iguales. Es actividad deliberativa del hombre y para el hombre en su específica circunstancia histórica.

El tiempo le impone a la política sentido de necesidad y de urgencia. Acota sus fronteras, fija un cauce. Palabra sin tiempo es academia, oráculo, púlpito. Tiempo sin palabra es dictadura de la fuerza, de la naturaleza o de lo divino. La política democrática comprende dos mecanismos para provocar que la palabra se materialice en el tiempo, para que el diálogo se convierta en voluntad: los votos y las mayorías. Dos artificios institucionales que ponen fin pacífico a la deliberación. Las razones expresadas en voz alta alumbran la inteligencia y agitan las emociones, pero los votos y las mayorías asientan las voluntades, las agregan en un sentido práctico, reducen la complejidad del hecho de la pluralidad a una decisión vinculante para todos.

El Presidente de la República ha convocado a hacer las reformas con sentido de urgencia que México necesita. La reforma política que le imprima eficacia a la relación entre poderes y fortalezca el vínculo entre representantes y representados; la fiscal, que fortalezca la capacidad tributaria del Estado, amplíe las condiciones de trasparencia en el ejercicio del gasto y elimine privilegios; la de telecomunicaciones, que abra el mercado y disuelva monopolios; la laboral, que introduzca elementos de flexibilidad en las relaciones sin menoscabo de la justicia; la educativa, que haga de la calidad regla y medida del desempeño del sistema; una nueva generación de reformas energéticas que permitan mayor inversión concurrente en el sector. No cabe ni vale espera alguna. La legitimidad de la política democrática puede vaciarse en la percepción de inacción, de inmovilismo, en la palabra sin tiempo.

La deliberación no ha de ser ejercicio estéril. Sí, es necesario convencer sobre los detalles de las políticas públicas. Debe razonarse en público sus objetivos, principios y pretensiones. Al mismo tiempo, sin embargo, debe hacerse un meticuloso ejercicio de construcción de mayorías: desplegar todas las capacidades institucionales de persuasión y negociación; asignar créditos por la cooperación y responsabilidades por la obstrucción; cultivar aliados en el espacio público sobre la base de una agenda concreta, ambiciosa, pero asequible.

Las reformas deben someterse al imperio del tiempo. Para hacer útil la palabra y evidenciar con claridad quiénes están por la modernización del país y quiénes en el púlpito del interés propio.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Un presente para México

En la edición de noviembre de la revista Nexos, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín publican un sugerente ensayo sobre el futuro de México. El texto gira en torno a una idea: el país vive un momento de irresolución por su incapacidad para superar la herencia de su pasado y de redactar una nueva épica de futuro. Para sortear ese momento, afirman, es preciso persuadir a la clase media de que tome las riendas de la transformación social. El futuro, parece ser el consejo, debe construirse desde la virtud del “término medio”. Con un indiscutible aroma aristotélico, Castañeda y Aguilar entienden que en la clase media mexicana del siglo XXI está el motor moral del cambio: en la ciudadanía susceptible a la globalización y abierta al mundo; en la oscilante voluntad electoral que disuelve el veredicto del voto duro; en el individuo que padece la ineficacia del Estado y la voracidad de los monopolios públicos y privados; en los trabajadores formados en la cultura del empeño; en el pequeño empresariado emprendedor; en el consumidor que satisface necesidades más allá de la mera subsistencia; en los millones que pagan impuestos y se someten voluntariamente a la ley; en la silente mayoría que pocas veces se moviliza y, al mismo tiempo, no tiene los medios para influir en las decisiones políticas.

En esa evocación a la clase media radica la clave del propósito político de Castañeda y Aguilar. Martín Lutero clavó sus 95 tesis en las puertas de la iglesia de Wittenberg como un desafío a la Iglesia. Castañeda y Aguilar clavan su proclama en las puertas de la elección de 2012, en la que, sin duda, la clase media será factor decisivo. El proceso electoral debe ser, a su juicio, ocasión para un refrendo sobre el futuro. Trazar una ruta de modernidad exige que el dilema del ciudadano frente a las urnas no sea en torno a personas o partidos, sino una apuesta por un programa, una agenda de soluciones a los problemas ya conocidos y muchas veces diferidos. Paradójicamente, proponen salir del pasado recurriendo a la vieja retórica de la refundación sexenal de la República: la elección presidencial como el salto cualitativo entre las desventuras del presente y el futuro prometedor; la campaña presidencial como interludio político para trazar la narrativa que desate el entusiasmo colectivo y el empeño reformador; el Presidente electo como el gran orquestador de un mañana esplendoroso, con mayor razón si proviene de una coalición ciudadana o de una concertación nacional que trascienda la mezquindad de los políticos.

Gilles Lipovetsky afirma que el futuro hay que construirlo al mismo tiempo que el presente. El momento de irresolución que enfrenta el país exige desatar hoy las energías de cambio. Diferir las soluciones a la próxima convocatoria electoral es un desperdicio de tiempo. Es hora de clavar proclamas en la clase política para inducir a las reformas, de crear un contexto de exigencia que venza a la inacción, de abandonar esa estéril lógica de que sólo se define futuro en el momento electoral. Es tiempo de movilizar a la sociedad entera para que demanden resultados a sus gobiernos, como ciudadanos actuantes y no como meros electores.

No hay futuro para México sin presente, sin ese presente que a veces se olvida construir.

martes, 17 de noviembre de 2009

Nueva tarea

Desde que en nuestro sistema político se instaló el hecho de la pluralidad y éste tuvo expresión en las sedes de decisión, se han planteado un conjunto de cuestiones que versan sobre el problema de la funcionalidad y eficacia de la democracia en contextos de gobiernos divididos, es decir, situaciones en las que el jefe del gobierno no cuenta con una mayoría estable para impulsar sus políticas desde el Congreso. Las preguntas asociadas a este problema son recurrentes. ¿Qué reformas son necesarias para que los problemas sociales encuentran respuestas prontas de los poderes públicos? ¿Cómo hacer para que la pulverización del poder público no se traduzca en parálisis? ¿A través de qué tipo de instituciones y prácticas sociales debemos procesar el disenso, por lo demás consustancial a un régimen pluralista y competitivo? ¿Cómo hacer para que la pluralidad política sea un factor de legitimación de las decisiones colectivas; el vehículo para trasladar los intereses sociales a los espacios de decisión política?

Algunos principios de respuesta han sido intensamente discutidos en tiempos recientes. Enuncio simplemente algunos: se ha sugerido abandonar el sistema presidencial de gobierno y adoptar, en consecuencia, un sistema parlamentario o semipresidencial. Se ha propuesto también modificar el sistema electoral a fin de inducir institucionalmente la existencia de mayorías legislativas (segunda vuelta, aumento del umbral electoral, para reducir el número de partidos con representación parlamentaria, etcétera). Otros, desde una perspectiva más modesta y quizá más realista, han puesto el énfasis en pequeñas transformaciones, como por ejemplo sujetar a plazos ciertos el procedimiento legislativo; introducir la tramitación preferente de iniciativas del Ejecutivo; la denominada toma en consideración o la afirmativa ficta legislativa; la reelección consecutiva de legisladores, entre un sinnúmero de propuestas. Más allá de la multiplicidad de alternativas de solución, es claro que nuestra democracia requiere modificar las reglas relativas al ejercicio del poder político, de manera tal que existan incentivos claros a la cooperación entre los partidos políticos, o bien, que resulte costosa la obstrucción mezquina.

El Congreso federal concluirá en las próximas horas una de sus tareas fundamentales: determinar los ingresos públicos y definir la orientación del gasto estatal. Habrá atendido entonces una de sus ineludibles obligaciones constitucionales. Superado este paso, es imperativo que asuma una nueva tarea: la reforma política. Un conjunto de reformas que no se concentran en las reglas electorales, sino que fijen su atención en la relación entre los poderes públicos y que, a su vez, generen un contexto de exigencia alrededor de los procesos de toma de decisiones políticas. Un conjunto de reformas asequibles, concretas, que no pretendan la refundación de la República. Por el contrario, medidas legislativas dirigidas a introducir elementos de eficacia en la acción de las instituciones políticas y que fortalezcan los vínculos de representación, para hacer de la democracia mexicana cohesivo social y palanca de transformación.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Entre lo deseable y lo posible

La distinción entre lo deseable y lo posible ha servido para justificar dos males políticos: el voluntarismo y la ineficacia. Lo deseable ampara la creencia de que la convicción es suficiente para transformar la realidad, que basta con militar devotamente en torno a ella para generar bienes públicos, que la voluntad hecha discurso es el factor de cambio moral y político. Lo posible deposita el valor del resultado en el resultado mismo: es argumento que impide el juicio de la decisión política bajo el imperativo de la eficacia. Si lo deseable evade los costos de la cooperación en la fidelidad a los principios, lo posible endulza la incapacidad para utilizar los instrumentos del poder y persuadir a la acción colectiva. Lo deseable y lo posible son dos formas políticas de la renuncia: de un lado, la claudicación a conciliar distintos intereses, a construir un equilibrio entre la convicción propia y la razón del diferente; del otro, la renuncia a la política como acicate para incitar a las definiciones, de la política que acorrala u oxigena, que atribuye responsabilidades o asigna créditos, que no es mera resignación frente al deseo del adversario.

Para unos, el paquete fiscal aprobado es reprochable porque está lejos de lo deseable. Para otros, es correcto desde la simplicidad de lo posible. Este juicio abstracto desprecia el examen de su contenido. Para los voluntaristas, son medidas que no atienden la esencia del problema, que se extraviaron en la inercia de la coyuntura. Si los políticos fueran patriotas, se dice desde el púlpito de lo deseable, hubieran tomado sanas decisiones, esas decisiones obvias que los políticos pueden advertir sin las anteojeras del interés parcial. Desde la candidez de lo posible, es el paso que el país esperaba para preparar su desarrollo futuro. Su existencia misma —el hecho de su aprobación— es la regla y medida de su valor. Lo que importa es que se logró; todo lo demás es irrelevante.

El paquete fiscal tiene, como toda política pública, aciertos e insuficiencias. Sus aciertos están en la prudencia al recurso del déficit; en la serenidad frente a la incertidumbre del petróleo; en el hecho de que los gravámenes al consumo son, después de casi 14 años, objeto de discusión y de decisión; en la racionalización de un régimen fiscal —la consolidación— que se ha convertido en un privilegio para los que más tienen. Sus insuficiencias residen en aquello que la política no consiguió: cerrar los huecos de la fiscalidad, ampliar la base con un impuesto que cruce toda cadena de producción y consumo y que genere incentivos y controles para el pago de los tributos.

Lo deseable debe fijar el piso de las decisiones futuras; lo posible, situar el contexto en que cada decisión se adopta. Ese es el sentido de la realidad del que hablaba Isaiah Berlin o el instinto histórico de Ortega y Gasset. Este ciclo fiscal abrió debates y puso en evidencia la necesidad de decidir. Es hora de una reforma fiscal que no se quede en el discurso de lo deseable ni en la claudicación de lo posible.