lunes, 15 de marzo de 2010

Delibes y el sentido del progreso

Miguel Delibes murió en su eterna Valladolid, en el ombligo de la vieja Castilla que siempre inspiró su narrativa y de la que sólo en pocas ocasiones se apartó. Catedrático, abogado, historiador, periodista pero, ante todo, escritor. Narrador de la complejidad de la España rural durante y después del franquismo, del campo amenazado por la creciente urbanización, de la naturaleza acechada por el hombre. Liberal en el sentido antiguo, de la mejor tradición decimonónica, de los que creen que la libertad es impensable en ausencia de orden. Ecologista que no aceptaba el adjetivo porque prefería autodefinirse como naturalista. Su apasionada defensa por la naturaleza viajaba de sus novelas a los plenos de la Real Academia de la Lengua. Cuidaba con elocuencia cada vocablo que denotara la realidad natural. Se empeñaba en esas sutiles distinciones que daban existencia a lo desconocido. Ese aprecio por la naturaleza no contrastaba con su afición por la cacería. Para Delibes, el cazador es un observador, una ser vivo más buscando su lugar en el cosmos. La naturaleza lo unió a Ángeles, bióloga e investigadora que le explicaba con paciencia los mecanismos de supervivencia que la evolución depositó en las distintas especies. Ángeles, su única novia, a la que le sería eternamente fiel, a la que buscaría nada más cruzar el umbral de la muerte.

En 1975 ingresó a la Real Academia de la Lengua. En su discurso, puso a hablar a sus personajes. Empezó evocando al protagonista de su novela El Camino, Daniel el Mochuelo, un muchacho que se resistía a abandonar la vida comunitaria en una pequeña villa e integrarse a la gran ciudad, porque no quería ser cómplice de “un progreso de dorada apariencia pero absolutamente irracional”. Ahí está la médula del argumento de Delibes sobre el progreso: las sociedades contemporáneas, despersonalizadas y pretendidamente civilizadas, subordinan la naturaleza a la tecnología, ponen a la técnica como fin y no como medio, avanzan a costa de su propia subsistencia. Los hombres, dice Delibes en la Parábola del Náufrago, son como los tripulantes de un navío que, cansados de la incomodidad de sus camarotes, decidieron utilizar los maderos de la nave para ampliarlos y amueblarlos suntuosamente, y terminan provocando el naufragio del barco. Con esa imagen, Delibes mostraba que el hombre, “arrullado en su confortabilidad”, apenas se preocupa de su entorno, se desentiende del futuro, cava poco a poco su sepultura.

Delibes no era un romántico ingenuo ni un reaccionario. No se oponía al progreso como ideal de continúa perfección colectiva. Renegaba, eso sí, del sentido torpe, mezquino, egoísta que las sociedades imprimen a esa idea. “El verdadero progresismo decía Delibes no estriba en un desarrollo ilimitado y competitivo ni en fabricar cada día más cosas ni en inventar necesidades al hombre ni en destruir la naturaleza ni en sostener a un tercio de la Humanidad en el delirio del despilfarro mientras los otros dos tercios se mueren de hambre”. El progreso deseable implica revitalizar los valores humanos, hoy en crisis, y establecer las relaciones Hombre-Naturaleza en un plano de concordia”. En suma, devolver al progreso su dimensión humanista.

Para Delibes, la humanidad no tiene sino una posibilidad de supervivencia: organizar la vida comunitaria sobre bases diferentes a las que hasta ahora han prevalecido. Alumbrar una nueva sociedad antes de consumar el “suicidio colectivo”, antes de provocar el naufragio de nuestra común convivencia.

lunes, 8 de marzo de 2010

Ciudadanos, poderes y reforma

¿Por qué reformar al sistema político? Esa es la discusión que está detrás de la reforma política. Mi tesis es que el sistema de la transición democrática no es apto para que nuestra democracia sea socialmente útil. He aquí algunas razones. Un ciudadano en México no puede desafiar electoralmente a los partidos.

Dado el monopolio que éstos ejercen sobre la postulación de candidatos, si un ciudadano quiere participar en política, tendrá que acercarse a un partido, buscar algún liderazgo que lo apadrine, insertarse en la burocracia partidaria y competir por la candidatura en condiciones seguramente poco equitativas. Si ninguno le gusta o ninguno lo busca, mala tarde. Peor aún, el ciudadano mexicano tampoco puede optar por la participación política indirecta: de nada sirve que forme una organización social para alentar determinada agenda y detonar el proceso legislativo con el fin de atenderla, porque en nuestro ordenamiento no tienen cabida las iniciativas legislativas ciudadanas; no puede juzgar el desempeño de sus representantes y de las autoridades más próximas a su circunstancia, dado que la elección consecutiva de legisladores y alcaldes está constitucionalmente prohibida. Un ciudadano puede pasar la vida entera tocando las puertas de las cámaras legislativas y de las alcaldías para que se atienda un determinado problema social, sin un solo instrumento que obligue a esas autoridades a tomar una decisión y sin la posibilidad de usar su voto para castigar las omisiones o premiar la oportuna intervención. Eso sí, con sus impuestos financiará toda la actividad política y electoral del país, aunque no pueda participar en ella.

Nuestro sistema induce a la pluralidad política, a la pulverización del poder de decidir o de evitar que se decida. Promueve, además, la existencia de gobiernos divididos o de Ejecutivos en minoría congresional. Ese es un logro notable de la transición democrática. La pluralidad social tiene un correlato político en los órganos del Estado. El problema es que, en democracia, se decide por mayoría. Las políticas públicas, las reformas, para ser normas válidas y vinculantes, requieren un consenso materializado en votos legislativos. Nuestro sistema adolece de una incapacidad estructural para la formación de mayorías decisoras. Y esa incapacidad es una cuestión de incentivos positivos a la cooperación o de costos a la obstrucción. Las reglas del sistema político fortalecen los vetos y empoderan injustificadamente a las minorías. La relación entre poderes es disfuncional porque no permite al ciudadano evaluar la contribución y la actitud de cada uno frente al proceso legislativo, porque no exige definiciones de los actores políticos, porque no somete a un tiempo cierto la discusión de las iniciativas y las propuestas. En nuestro sistema, las iniciativas legislativas del Presidente pueden quedarse indefinidamente en los cajones de las comisiones, al arbitrio de una mayoría que no se atreve a decidir o de una minoría que quiere mantener las cosas como están.

El sistema político vigente aleja al ciudadano de la cosa pública, le impide ser el protagonista de la política, la fuente primaria de legitimidad del poder. Nuestro sistema político premia la irresponsabilidad, facilita la conservación del statu quo, alienta la indefinición. Ciudadanos en eterna minoría de edad gobernados por poderes disfuncionales. Ahí está la médula de la reforma política.