lunes, 12 de octubre de 2009

Luz y Fuerza del Centro

Luz y Fuerza del Centro no debería existir. Su acreditada ineficiencia es razón suficiente para arribar a esa conclusión. Pero cuando afirmo que no debería existir pretendo subrayar otro dato: su creación no fue producto de una política pública razonada, sino la expresión más acabada del fracaso en la implementación de una estrategia de gobierno.

Desde principios del siglo XX, los particulares, mexicanos y extranjeros, podían participar en la generación, el transporte y la comercialización de energía eléctrica. Ese régimen no fue alterado por la Constitución de 1917. Hacia 1940, en pleno auge del nacionalismo revolucionario, la demanda por la estatización de la industria eléctrica creció notablemente. Para dar cauce a ese impulso, y consciente del riesgo de repetir la receta de la expropiación petrolera, Lázaro Cárdenas promovió la creación de la Comisión Federal de Electricidad. La apuesta era incidir en el mercado desde la lógica del mercado: la empresa pública competiría con las empresas privadas, se aumentaría la oferta y, por tanto, los costos del servicio tenderían a disminuir. Conforme se asentaban las estructuras corporativas, el régimen asumió una de las pretensiones más visibles del sindicato de electricistas.

La nacionalización llegaría en las décadas de los sesenta y de los setenta. Con el argumento de que era necesario concentrar en una sola empresa pública la prestación del servicio en todas sus fases, se constitucionalizó el monopolio del Estado, se eliminaron las concesiones particulares y se ordenó que la CFE adquiriera la titularidad de las empresas privadas. No se expropiaron: el gobierno, a través de la CFE, las compraría para luego liquidarlas. Entre el paquete de esas empresas privadas estaban cuatro: Compañía de Luz y Fuerza del Centro, Compañía de Luz y Fuerza Eléctrica de Toluca, Compañía de Luz y Fuerza de Pachuca y Compañía Mexicana Meridional de Fuerza.

Esas empresas nunca fueron liquidadas, sino que se fusionaron en un nuevo organismo público. En efecto, el proyecto de hacer de la CFE la única empresa pública fracasaría en definitiva con el decreto presidencial que creó Luz y Fuerza del Centro, expedido a principios del convulso año de 1994. Los pasivos fueron íntegramente absorbidos por éste. El decreto es premonitorio de lo que vendría después: LyF nació con un programa de saneamiento y una importante provisión de recursos presupuestales detrás.

Pero siempre fue inviable. Su extinción es la oportunidad de evitar que se agudice un problema. Es una medida de racionalidad en el ejercicio del gasto público. Ese organismo costaría al erario poco más de 30 mil millones el año que entra, es decir, dos veces el Seguro Popular. Recursos que no han servido para mejorar la calidad del servicio, sino sólo para pagar los 25 mil millones de pesos que cada año cuestan sus pensiones. La creación de Luz y Fuerza fue la claudicación del régimen frente al poder de un sindicato. Su extinción corrige un fracaso que ha costado mucho dinero.

lunes, 5 de octubre de 2009

La ética de los impuestos

Apocos les gusta pagar impuestos. Varios arquearíamos una ceja frente a quien dijese experimentar exultante excitación al girar un cheque al fisco o frente a aquel que voluntariamente aportase al gobierno más de lo que debe. La explicación es simple: al pagar impuestos sacrificamos riqueza. Dejamos de consumir hoy o mañana. Cedemos parte de nuestra libertad de elección: renunciamos a ciertos bienes o servicios a cambio de la provisión de otros por parte del gobierno, aun cuando éstos no se ajusten en lo absoluto a nuestras preferencias. Dado que difícilmente un individuo puede cambiar de Estado y optar por otro que satisfaga mejor sus deseos, el consumo colectivo que se realiza mediante la intervención del sector público es inevitablemente obligatorio. A través de los impuestos se “consumen” escuelas públicas aunque usted no tenga hijos; se “compra” la sanidad pública a pesar de que usted cuente con los medios para procurarse atención privada. Nace aquí una objeción habitual en contra de los impuestos: ¿por qué pagarlos si cada individuo puede procurarse de mejor manera sus necesidades y preferencias en los mercados privados, es decir, sin interferencias de terceros (en particular del gobierno) sobre su libertad de elección?

Dice Joseph Heath que el gobierno es el vehículo que utilizamos para organizar una parte de nuestro gasto (Lucro sucio, 2009). Con sus impuestos, los individuos trasladan al sector público la función de “comprar” ciertos bienes y servicios, precisamente como alternativa socialmente valiosa al “consumo privado”. Los bienes y servicios que el gobierno paga con los impuestos sirven para satisfacer las necesidades de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos. Esta es una razón fuerte para asumir que las personas con menor capacidad de acceso a los mercados privados, es decir, los pobres, tienden a preferir los sacrificios en lo relativo a la libertad de elección a cambio de una mayor provisión a cargo del sector público. Y es que, entre mayor nivel de recaudación, mayor nivel de compras colectivas y, en consecuencia, mayor acceso de todos a bienes y servicios prestados por el gobierno, en particular de quienes no pueden optar por una alternativa. La justificación ética de los impuestos radica en su capacidad de igualar a los individuos en el acceso a ciertos bienes y servicios y, además, de corregir las insuficiencias del mercado. Los impuestos limitan la libertad de unos precisamente para promover las libertades de otros. Permiten que el gobierno ofrezca lo que el mercado, por ausencia de incentivos o por fallas, es incapaz de satisfacer.

Ver a los impuestos desde la perspectiva del consumo colectivo puede modificar sensiblemente el marco de referencia de la discusión sobre la política fiscal. La pregunta importante no es cuál nivel agregado de impuestos es deseable, sino qué queremos comprar como sociedad a través del sector público y con qué valor el gobierno es capaz de proporcionarlo.