viernes, 14 de agosto de 2009

¿Cuál neoliberalismo? (II)

En la entrega anterior distinguía entre el neoliberalismo como estrategia de desarrollo (la receta del Consenso de Washington) y el neoliberalismo como ideología; entre un conjunto de políticas liberalizadoras de actividades económicas y de disciplina macroeconómica y una visión políticamente militante de la primacía del mercado sobre el Estado. La distinción es relevante porque, a mi juicio, en los orígenes intelectuales del programa de Washington no está presente la idea de que el Estado estorba. Si bien ese Consenso presupone que los mercados por sí mismos generan resultados eficientes y que los problemas de índole distributivo se pueden resolver desde el mercado mismo (como cuestiones de punto de partida), el “fundamentalismo del mercado”, como lo ha definido Joseph Stiglitz, surge de la reacción al Estado de bienestar, es decir, al tipo de Estado intervencionista que aparece con los primeros gobiernos laboristas en Inglaterra y se desarrolla de manera consistente en Estados Unidos durante la presidencia de Roosevelt. No es casual que el neoliberalismo como ideología hubiera surgido de la mano de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. La frase “el gobierno es el problema; el mercado, la solución”, se acuñó para redimensionar al Estado frente a las relaciones económicas, una vez superada la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial y conforme se disolvía la alternativa comunista al sistema capitalista.

Insisto: ni el programa del Consenso de Washington ni el neoliberalismo como ideología tienen claros y distinguibles seguidores en México. Mucho menos fueron o son basamentos coherentes de las políticas públicas. Ningún partido político, por ejemplo, se define en función de lo uno o de lo otro. Durante la década de los 90, los gobiernos priistas impulsaron parte de esa agenda: privatizaciones de empresas públicas y de bancos, apertura comercial, definición de derechos de propiedad en el campo. Pero no retrocedió un ápice la presencia del Estado en la actividad económica. Ni en el discurso ni en la práctica. Y no podía ser de otro modo: el sistema político del régimen autoritario reclamaba más gobierno, no menos; un Estado promotor y benefactor, uno justiciero, no mero guardián diurno de las transacciones. Las tímidas políticas liberalizadoras no reconfiguraron la relación entre el Estado y el mercado, menos arraigaron una fe en los mercados libres de restricciones. Sirvieron a los propósitos de reconstruir la legitimidad que ya no otorgaba la retórica revolucionaria. Esa legitimidad se encontraría ahora vestida en ropajes de una ilusoria modernidad.

En México, el neoliberalismo no es consenso ni ideología que movilice. Sólo existe como consigna de manifestación zocalera y siempre como estigma del mal. Plantear la cuestión de la estrategia que debe seguir el país para promover el desarrollo a partir del fantasma del neoliberalismo es un recurso útil para evadir las respuestas a las verdaderas interrogantes. Los que claman por el cambio de modelo económico, ¿proponen abandonar la economía de mercado, una basada en la propiedad e iniciativa privadas, la división del trabajo, la motivación del beneficio, la especialización de la producción y el mérito de la innovación? ¿Sugieren ensanchar el papel del Estado en el mercado? ¿Cuánto Estado y dónde? ¿Volver al Estado-empresario, al Estado-banquero? ¿O simplemente al autoritario?

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