lunes, 31 de agosto de 2009

Auditoría Superior de la Federación

Los órganos constitucionales autónomos son invenciones mexicanas. Si las instituciones constitucionales reflejan el ser político y ser histórico de una sociedad, esos órganos no ubicados dentro de la esfera orgánico-funcional de alguno de los tres poderes tradicionales son la respuesta del constitucionalismo mexicano a la desconfianza y el desprestigio de los partidos. Ciertas funciones se sustraen de la división tripartita del poder y se asignan de forma exclusiva y excluyente a un órgano específico, primero para evitar la injerencia dominante de un poder autoritario, luego para dotar de imparcialidad al ejercicio de esas funciones frente a la “corruptora partidización”. No es casual que los órganos constitucionales autónomos estén asociados a la engañosa idea de la “ciudadanización”, ni que se presupongan dogmáticamente que esa condición constitucional de autonomía es el factor necesario y suficiente para que una función pública se realice correctamente. Nuestro constitucionalismo ha cultivado la falsa creencia de que los órganos constitucionales autónomos resuelven por sí los problemas de eficacia y eficiencia en el ejercicio de ciertas atribuciones del Estado, y que ese grado de autonomía es el único arreglo institucionalmente valioso.

Desde esta lógica, algunos proponen convertir a la Auditoria Superior de la Federación en un órgano constitucionalmente autónomo similar al IFE. Subrayo: el planteamiento, hasta donde entiendo, consiste en que la Auditoría deje de ser un órgano con autonomía técnica y de gestión adscrito a la Cámara de Diputados.

La propuesta es persuasiva. Diría que es hasta políticamente correcto acompañarla. Parte, sin embargo, de algunas falsas premisas. Primero, no todas las funciones públicas son susceptibles de depositarse en un órgano constitucionalmente autónomo. Segundo, la Auditoría, como sucede en todo el mundo, tiene ya un estatuto constitucional de autonomía funcional, aunque ciertamente no se trata de un órgano constitucionalmente autónomo. Tercero, lejos de fortalecer los controles sobre la aplicación de los dineros públicos, la autonomía orgánica de la Auditoría Superior de la Federación puede debilitar sensiblemente el sistema de control presupuestal y, en particular, la función de control político del Congreso mexicano. Aclaro: me refiero a la autonomía orgánica, no a la funcional, que desde 1999 ya la tiene.

Desde la declaración de derechos del hombre y del ciudadano de 1789, se considera como derechos fundamentales del ciudadano “consentir libremente la contribución pública” y “seguir su empleo”. Estos derechos se ejercían a través del representante popular. Convertir a la Auditoría en un órgano constitucional autónomo, terminaría por desdibujar esta función histórica de control presupuestal y, en consecuencia, debilitar una de las dimensiones básicas de la función representativa. Más aún, no advierto en el derecho comparado un modelo exitoso de fiscalización externa y posterior con autonomía orgánica con respecto al parlamento. Los ciudadanos eligen a los diputados antes que para legislar, para determinar el destino de las contribuciones al Estado y velar por su adecuado ejercicio. En esa función participa la Auditoría Superior como órgano técnico. En el control del gasto público, el Congreso y la Auditoría, juntos, son más potentes que separados. De eso se trata la representación política.

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