viernes, 14 de agosto de 2009

¿Cuál neoliberalismo? (I)

El lenguaje político suele reducir la complejidad de la realidad. En esa característica radica su utilidad persuasiva. Esa simplificación es peligrosa y contraproducente cuando se disuelve en el lenguaje mecánico, los lugares comunes, las frases huecas. La languidez del lenguaje político, ese defecto del discurso que neutraliza su potencia transformadora, es la primera causa de la inacción política.

Las recetas que se prescriben para enfrentar la crisis económica, lo mismo desde posiciones estatistas y corporativistas que desde la hipocondría de algún sector del empresariado, son buen ejemplo de las confusiones que se producen cuando se desprecia el rigor de los detalles, la precisión de los conceptos, la enseñanza que deja la experiencia del vecino, el aprendizaje que impone la historia. Me refiero al discurso que reclama un cambio de modelo económico. Preocupan de ese discurso sus simplificaciones y sus silencios. Este discurso identifica al modelo económico con el neoliberalismo. Sin plantear la alternativa, afirma que este modelo es la causa de todos los males nacionales y su erradicación resulta, en contrapartida, la condición necesaria y suficiente para el crecimiento. Porque falla en el diagnóstico, yerra en las soluciones. Anticipo mi conclusión: el fantasma del neoliberalismo no existe y la alternativa no es una economía dirigida desde el Estado.

El término neoliberalismo se suele asociar a un conjunto de políticas defendidas por organismos internacionales y el Tesoro de Estados Unidos durante los años ochenta y noventa. Estas políticas fueron bautizadas como el Consenso de Washington. Se trataba de una estrategia de desarrollo centrada en privatizaciones de empresas públicas, disciplina presupuestaria, la reorientación de los subsidios indiscriminados y su sustitución por inversión focalizada en salud, educación e infraestructura; la creación de mercados financieros, apertura comercial y eliminación de barreras a la inversión extranjera; desregulación, sobre todo, en mercados de trabajo y de productos, y derechos de propiedad garantizados por el Estado. Esas recomendaciones derivaron después en una fe indiscriminada en los mercados libres y la insistencia en reducir a su mínima expresión el rol del gobierno. Este giro ideológico es, sin duda, una de las causas de su mala reputación.

Sucede que a México el Consenso de Washington nunca se aplicó. El Estado tiene el monopolio de la explotación de distintas áreas estratégicas, existen actividades productivas bajo un fuerte proteccionismo estatal y prevalecen intensas barreras al comercio y a la inversión extranjera. Los mercados, sobre todo el laboral, funcionan con distintas modalidades de control de precios y restricciones a la oferta. El Estado recauda poco y destina importantes recursos a subsidios con baja tasa de retorno social. Los derechos de propiedad están mal definidos y el Estado es ineficaz para garantizar el cumplimiento de los contratos. La estructura económica coexiste con un Estado fuerte, pero ineficiente.

El neoliberalismo no es la causa de los males nacionales porque nunca ha llegado. Nuestro problema no es de ausencia de Estado, sino de definir en dónde debe intervenir y en dónde no. El riesgo del discurso del cambio de modelo económico es que esconde una añoranza: la dosis de autoritarismo económico que hacía a unos inmensamente ricos y a otros profundamente pobres.

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