lunes, 24 de agosto de 2009

El desierto del pesimismo

El descrédito de las utopías, el fracaso de los romanticismos revolucionarios, los crímenes de los totalitarismos, el individualismo egoísta, la posmodernidad deshumanizante, la constatación empírica de que el sentido de la historia no es el progreso material de la humanidad ni el perfeccionamiento ético del ser humano, dieron al pesimismo poderosas razones para convertirse en dogma y recrearse como actitud política.

El pesimismo se ve a sí mismo como prótesis que separa a la crítica de la complacencia. Anteojos que permiten al crítico ver lo que nadie ve, advertir lo que otros ignoran. Lente que amplifica esos detalles en los que se esconden el mal, la corrupción del poder, la podredumbre de la política. Mientras que el optimismo es el reino de la ingenuidad, la estupidez del autoengaño, la manía de celebrarlo todo, el pesimismo se asume como distancia cauta frente al devenir de las cosas, como excepcionalidad ante la irredimible falibilidad humana, como sacrificio intelectual y moral en pos de la cruel verdad.

El pesimismo, como actitud política, es el temperamento del conservador. El pesimismo niega al cambio utilidad práctica y capacidad persuasiva. El pesimista cree que, premeditada o inconscientemente, la humanidad se dirige hacia destinos aciagos. El cambio sólo genera gananciales contingentes, temporales, accidentales. Del cambio únicamente surgen estadios efímeros que la natural predisposición humana a la desgracia se encarga tarde o temprano de disolver. La función del crítico y del político no es convocar voluntades para modificar la realidad, sino prepararnos para “encarar lo desagradable”, llamar a las cosas por su nombre, anticipar los males. Para el pesimismo, el cambio es la ceguera de la política cándida, de la política romántica. Ante la fatalidad inevitable, el argumento del cambio es la mentira del demagogo o la inocencia del idealista, es manipulación o fatuo optimismo, instrumento de poder o la ridícula creencia de que existe un mañana esplendoroso.

La realidad de México no es alentadora. Sufrimos las consecuencias de la irresponsabilidad, de la ausencia de decisiones oportunas. Pero el pesimismo como estado de ánimo colectivo es la derrota de la política. Hannah Arendt decía que vivimos y nos movemos en un mundo-desierto, pero que no pertenecemos al desierto aunque vivamos en él. La condición humana es la virtud de la resistencia, “el talento para realizar milagros”, “la capacidad de iniciar, de realizar lo improbable”. Arendt advertía del peligro de sentirse en el desierto como en casa. “Sólo aquellos que son capaces de mantener la pasión de vivir bajo las condiciones del desierto pueden armarse con el valor que descansa en la raíz de la acción y convertirse en seres activos”. Pasión y acción son las facultades humanas que, conjugadas, permiten enfrentar la adversidad. La política es acción y pasión en busca de oasis en el desierto. Es libertad que libera, capacidad de actuar en concierto, palabra que enciende las emociones, razones que movilizan inteligencias.

En el desierto del pesimismo la política es muda e inútil. Es conformismo y confort. Resistir al pesimismo no significa defender la boba cantaleta del optimismo; es convicción de que nada está perdido ni escrito para siempre. Si el pesimista debe elevar el tono de sus advertencias, la política debe construir la narrativa que nos ponga a todos a trabajar. Antes de que nos sintamos en el desierto como en casa.

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