viernes, 14 de agosto de 2009

Germán Martínez

En el anuncio de su renuncia, Germán Martínez invocó a la ética de la responsabilidad y a la cultura de la dimisión. En su mensaje trasluce su convicción de que la responsabilidad es un sistema de valores que civiliza a la política, que la orienta hacia la utilidad social y la mantiene dentro de las fronteras de lo éticamente deseable. Su decisión evidencia que, en su credo personal, la dimisión es el reflejo de un modo de vida colectivo en el que cada uno asume las consecuencias del ejercicio de la porción de poder que ostenta. Frente a la incultura del aguante, de esa actitud que apela a la desmemoria de los ciudadanos, Germán Martínez aceleró el juicio interno y externo sobre su gestión y los resultados. No pretendió oxigenar su liderazgo repartiendo culpas o evidenciando mezquindades. Llamó a una reflexión crítica sobre el presente y el futuro del partido, con su personal conclusión por delante. Y su conclusión empieza por un digno principio: él mismo.

Germán Martínez jugó el papel que le tocaba. A costa de su imagen y de su destino político, se propuso convertir la elección en un dilema de futuro para los ciudadanos. Conocía bien a sus adversarios en este proceso. Aprendió de política y del PAN en la lucha democrática contra el régimen autoritario del PRI en los años ochenta. Necesitaba animar a un partido que en muchas partes ha sustituido la generosidad por los incentivos de la nómina; sabía que al partido le hacía falta la intención y el propósito que antes congregaban espontáneamente a miles de voluntades. Puso la bandera, fijó el dilema. Quería recuperar el coraje que mostró el panismo en las elecciones de otros tiempos. Ese coraje que surge en la adversidad y que alcanza la victoria. Con los reflejos que tienen los panistas que se han forjado en el debate, intentó disolver el discurso de simulada renovación política y generacional del PRI. Sacrificó su perfil de político dialogante y moderado para entusiasmar, para sublevar democráticamente a las conciencias. Pocos le ayudaron. Muchos dentro del partido, por inocencia o con dolo, hicieron eco del discurso priista que condenaba a bravata el argumento que les incomodaba. Con el falso llamado a un debate de altura, los adversarios pretendían silenciarlo y los de casa ganarse el aplauso fácil de unos cuantos. Muchos de los que con la reforma electoral sepultaron las ventajas comparativas de Acción Nacional en la competencia por los votos, no estuvieron para cultivar la estructura o enfrentar en el debate público al “nuevo PRI”.

Tras la derrota surgen voces que claman el extravío de la esencia original del partido. Nadie puede reprochar a Germán que pensara en él y en su futuro antes que en el PAN. Condujo la vida interna con empeño de unidad. Invirtió todo por el partido y sus gobiernos. Sin ceder a la ingenua tentación de olvidar que un partido procesa aspiraciones de poder y que dentro del PAN coexisten en competencia distintas sensibilidades, sigue revisar, con sinceridad y lealtad, nuestro quehacer doméstico. El PAN, como decía Carlos Castillo, no es academia que especula a distancia sobre la vida colectiva ni horda que asalta al poder por el poder mismo. El partido debe saber vivir en el poder. Y aprender que el poder, en democracia, tarde o temprano cambia de manos.

La dimisión de Germán es su victoria cultural: demostró que en el PAN está viva la ética de la responsabilidad.

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