lunes, 17 de agosto de 2009

Esperar un milagro

La Gran Depresión de 1929 heredó a los gobiernos la función de estabilizar la economía en tiempos de crisis. Rompió con el mito de las propiedades autocorrectoras del sistema económico. Para salir de una crisis que afectaba el empleo y amenazaba con provocar las tensiones sociales que había anunciado el marxismo como la antesala de la muerte del capitalismo, los gobiernos echaron mano del déficit público, para drenar los ahorros no utilizados del sector privado a gasto de inversión. Utilizaron el presupuesto como instrumento para generar empleos e impulsar la demanda. El efecto multiplicador del gasto público se encargaría de estabilizar al sistema: animado el ritmo del empleo con la intervención del gobierno, se reactivarían el consumo, la producción y, al final de cuentas, el empleo.

Para atajar la actual crisis económica mundial, los gobiernos recurrieron a recetas que surgieron intuitivamente en la década de los 30 y que luego las teorizaría Keynes. En una reciente colaboración a The New York Times, el premio Nobel de Economía Paul Krugman afirmaba que la intervención de los gobiernos había salvado al mundo de repetir la Gran Depresión. La crisis recordó que los gobiernos no son el problema, sino parte de la solución. Los 787 mil millones de dólares del plan de estímulo de Estados Unidos, los poco más de 500 mil millones de dólares que invirtió China, los 300 mil millones aprobados por la Unión Europea y las medidas que cada gobierno ha impulsado con la receta keynesiana, generaron un efecto combinado que está reanimando lentamente la economía mundial. Esos estímulos han salido de las arcas de los gobiernos (caso chino) o de aumentar el déficit público (Estados Unidos, por ejemplo). Y el sentido común sugiere que la capacidad de apoyar a la economía en tiempos de crisis está íntimamente ligada con su solvencia financiera y su capacidad recaudatoria.

El gobierno debe procurar bienes y prestar servicios públicos. Tiene la función de corregir los desequilibrios, las ineficiencias y las externalidades del mercado. Está llamado a intervenir activamente en la economía: con la política fiscal, la monetaria, con inversión dirigida a cohesionar social y territorialmente a la nación. Para cumplir sus funciones necesita dinero. Pero resulta que los gobiernos se financian a base de impuestos o con deuda. La historia demostró que el Estado es mal empresario, de modo que esperar ingresos por utilidades mediante la realización directa de alguna actividad es una ingenuidad soberana. Peor aún si se trata de la explotación de un recurso no renovable. El problema es que el Estado mexicano recauda poco en comparación con economías similares en valor. Recauda poco porque ha diferido las decisiones difíciles, pero necesarias. Afirma Macario Schettino que México financió su desarrollo durante los primeros 40 años del siglo XX con tierras ociosas, hasta que se acabaron; luego a base de deuda, mientras no llegaron las crisis recurrentes y, los 30 años siguientes, con el milagro de Cantarell, hasta que se acabó. Difirió las decisiones fiscales que hoy tienen a los gobiernos en estado de inanición.

La producción de petróleo y su precio van en descenso. La actividad económica que paga impuestos se ha desacelerado. La crisis mundial reclama el estímulo del gobierno para mitigar sus efectos en el empleo. La brecha es de 300 mil millones de pesos. Se puede esperar otro milagro. O actuar con responsabilidad.

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