lunes, 1 de febrero de 2010

La democracia de la Constitución

Una constitución es producto de la historia y de la política. Reproduce la esencia de una sociedad, su devenir en el tiempo. Recoge las aspiraciones, los valores compartidos, los fines que orientan la convivencia. Es decisión política sobre lo que no puede quedar sujeto al arbitrio de la contingencia, al capricho de las mayorías, al veto de las minorías. Pero es, ante todo, norma que establece derechos, fija límites, impone obligaciones, determina los procedimientos y las rutinas a las que debe someterse la política. Es derecho que crea el poder, lo distribuye y lo regula. Reglas que introducen incentivos o inhiben conductas. Acicates y frenos a la voluntad; instituciones que orientan la acción colectiva hacia objetivos compartidos.

La Constitución mexicana no ha sido eficaz para hacer productiva la pluralidad política. Sin duda, ello se debe en buena medida a la actitud asumida por los depositarios del poder, por los partidos y los políticos, por aquel subconjunto de ciudadanos al que se le suele caracterizar como clase política. Sucede, sin embargo, que las instituciones están hechas para trascender las insuficiencias, las incapacidades, las pasiones e inclinaciones de las personas. Son los antídotos contra la imperfección humana. Las prescripciones de la Constitución vigente no alientan la toma de decisiones sino que, por el contrario, inducen a la obstrucción, al desencuentro, a la irresponsabilidad. Como institución común, la Constitución y en general las reglas que norman la acción política, desde el acceso al poder hasta el ejercicio del poder encomendado, han ido consolidando una suerte de oligarquía democrática: figuran todos los elementos y condiciones de la legitimación popular, pero sin resortes de responsabilidad y con fuertes limitaciones para los ciudadanos de acceder al espacio público. En la democracia que resulta de la Constitución, un ciudadano no puede ser alternativa electoral a los partidos, no puede activar al Congreso para que discuta y apruebe una ley, no puede premiar o castigar a sus representados, está impedido para decidir si otorga o no una mayoría parlamentaria que acompañe al Ejecutivo. La Constitución separa los poderes, los distingue en naturaleza y competencia, pero no crea incentivos claros para la colaboración. La doble legitimidad del sistema presidencial, aquel elemento político en el que Bagehot, Wilson y Rabasa centraban la razón de la permanente rivalidad entre el Congreso y el Ejecutivo, no ha sido completada con mecanismos para premiar el encuentro y superar la parálisis. En la democracia que se proyecta de la Constitución, iniciativas pueden quedar atascadas en el silencio y la opacidad. Esa Constitución no promueve que las iniciativas se discutan públicamente para que cada uno razone frente al ciudadano sus méritos o defectos. La Constitución dibuja una democracia de ciudadanos menores de edad, de poderes en confrontación, de reformas que no llegan.

A 93 años de su vigencia, la Constitución debe ser cambiada para reflejar la aspiración común por una democracia eficaz. La reforma política que el Presidente de la República envío al Senado es la ruta para devolver al ciudadano la centralidad en la política, hacer productiva la pluralidad, hacer de la democracia motor de progreso y no mera plataforma para asignar el poder mediante el voto. Se trata, como decía Rabasa de la Constitución del 57, de depurar sus errores para “hacer posible la intervención popular en el régimen de la nación”.

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