lunes, 8 de marzo de 2010

Ciudadanos, poderes y reforma

¿Por qué reformar al sistema político? Esa es la discusión que está detrás de la reforma política. Mi tesis es que el sistema de la transición democrática no es apto para que nuestra democracia sea socialmente útil. He aquí algunas razones. Un ciudadano en México no puede desafiar electoralmente a los partidos.

Dado el monopolio que éstos ejercen sobre la postulación de candidatos, si un ciudadano quiere participar en política, tendrá que acercarse a un partido, buscar algún liderazgo que lo apadrine, insertarse en la burocracia partidaria y competir por la candidatura en condiciones seguramente poco equitativas. Si ninguno le gusta o ninguno lo busca, mala tarde. Peor aún, el ciudadano mexicano tampoco puede optar por la participación política indirecta: de nada sirve que forme una organización social para alentar determinada agenda y detonar el proceso legislativo con el fin de atenderla, porque en nuestro ordenamiento no tienen cabida las iniciativas legislativas ciudadanas; no puede juzgar el desempeño de sus representantes y de las autoridades más próximas a su circunstancia, dado que la elección consecutiva de legisladores y alcaldes está constitucionalmente prohibida. Un ciudadano puede pasar la vida entera tocando las puertas de las cámaras legislativas y de las alcaldías para que se atienda un determinado problema social, sin un solo instrumento que obligue a esas autoridades a tomar una decisión y sin la posibilidad de usar su voto para castigar las omisiones o premiar la oportuna intervención. Eso sí, con sus impuestos financiará toda la actividad política y electoral del país, aunque no pueda participar en ella.

Nuestro sistema induce a la pluralidad política, a la pulverización del poder de decidir o de evitar que se decida. Promueve, además, la existencia de gobiernos divididos o de Ejecutivos en minoría congresional. Ese es un logro notable de la transición democrática. La pluralidad social tiene un correlato político en los órganos del Estado. El problema es que, en democracia, se decide por mayoría. Las políticas públicas, las reformas, para ser normas válidas y vinculantes, requieren un consenso materializado en votos legislativos. Nuestro sistema adolece de una incapacidad estructural para la formación de mayorías decisoras. Y esa incapacidad es una cuestión de incentivos positivos a la cooperación o de costos a la obstrucción. Las reglas del sistema político fortalecen los vetos y empoderan injustificadamente a las minorías. La relación entre poderes es disfuncional porque no permite al ciudadano evaluar la contribución y la actitud de cada uno frente al proceso legislativo, porque no exige definiciones de los actores políticos, porque no somete a un tiempo cierto la discusión de las iniciativas y las propuestas. En nuestro sistema, las iniciativas legislativas del Presidente pueden quedarse indefinidamente en los cajones de las comisiones, al arbitrio de una mayoría que no se atreve a decidir o de una minoría que quiere mantener las cosas como están.

El sistema político vigente aleja al ciudadano de la cosa pública, le impide ser el protagonista de la política, la fuente primaria de legitimidad del poder. Nuestro sistema político premia la irresponsabilidad, facilita la conservación del statu quo, alienta la indefinición. Ciudadanos en eterna minoría de edad gobernados por poderes disfuncionales. Ahí está la médula de la reforma política.

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