lunes, 18 de enero de 2010

La magia de Obama

20 de enero de 2009. En las calles de Nueva York, Chicago o Los Ángeles paseaba el júbilo, la emoción. En Washington, millones de personas soportaban el intenso frío para formar parte de ese breve suspiro de historia. El primer presidente afroamericano de Estados Unidos juraba el cargo con la mano izquierda sobre la misma Biblia que en 1861 atestiguó la toma de posesión de Abraham Lincoln. “Hoy estamos reunidos aquí porque hemos escogido la esperanza por encima del miedo, el propósito común por encima del conflicto y la discordia. Hoy venimos a proclamar el fin de las disputas mezquinas y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas gastados que durante tanto tiempo han sofocado nuestra política”. Obama no trazaba los objetivos de una administración gubernamental. El nuevo Presidente redactaba la narrativa de un cambio de época, de un nuevo momento en la historia del mundo, con unos Estados Unidos renovados al frente. Los tiempos aciagos debían enfrentarse con realismo y audacia, asumiendo riesgos y venciendo resistencias, aprendiendo del pasado, sin convertir su herencia en ancla de inmovilismo. En su primer discurso resaltaba la fuerza transformadora de la voluntad, la necesidad de fijar grandes ambiciones, la exigencia histórica de abandonar la estrechez de los intereses. Eso pretendía ser: un Presidente transformador, ambicioso, audaz.

20 de enero de 2010. A un año al frente de la nación más poderosa del mundo, las grandes transformaciones no han llegado. Su oferta de diálogo con Irán se enfrió en el silencio del régimen teocrático y de sus aliados. El cierre de Guantánamo quedó empantanado en el tedio de las formalidades. Su apuesta por una política exterior que reconcilie al mundo con la paz, varada en la necesidad de fortalecer la presencia militar en Afganistán. La intervención del gobierno para paliar la crisis económica es hoy el principal argumento de sus adversarios para situarlo en la orilla del socialismo. La reforma al sistema de salud puso en evidencia que su llegada no ha disuelto el poder de los intereses con residencia en Washington. La causa verde que había despertado la simpatía de muchos durante su campaña y, sobre todo, de los jóvenes, encalló en los nuevos equilibrios geoestratégicos, en las resistencias a reconvertir el sistema productivo global, en la inevitable fatalidad de los costos.

Las encuestas de popularidad reflejan una pérdida de 20 puntos. Hoy menos de la mitad de los estadunidenses aprueban su gestión. La prospectiva electoral anticipa una victoria holgada del Partido Republicano en las próximas elecciones legislativas. Obama invirtió su capital político en la reforma al sistema de salud a costa de un clima de opinión inclemente en su contra. Logró la reforma posible y un resultado nada despreciable. Tal vez Obama no pase a la historia por haber cumplido la misión que se impuso a sí mismo. Sí, sin duda, por haber logrado uno de los cambios legislativos más importantes desde el paquete de reformas que conformaron el programa del New Deal. A un año de su arribo, Obama es más conocido por sus discursos que por sus transformaciones. La fina e inteligente prosa que teje para situar los problemas y sus soluciones, su voluntarismo político, no han sido suficientes. La magia de Obama se desvanece. ¿Sí se puede?

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