sábado, 30 de mayo de 2009

Oportunidad perdida

Oportunidad perdida
Roberto Gil Zuarth
04-May-2009
El poder, dice Ignatieff, puede perturbar la capacidad de guiar la decisión política conforme a los estímulos de la realidad.




Michael Ignatieff dejó su cátedra en la Universidad de Harvard para buscar un escaño en el parlamento y el liderazgo del Partido Liberal canadiense. El profesor universitario abandonaba la especulación y se proponía la acción política. Poco tiempo después, con los sinsabores de la política real y a propósito del estado de cosas tras la invasión de Estados Unidos a Irak que como intelectual había justificado, el Ignatieff político recurría a su admirado Isaiah Berlín para distinguir entre el buen juicio en política y el buen juicio en la vida intelectual. “La cualidad que sirve de base a los políticos para tener buen juicio es el sentido de la realidad”, decía en su mea culpa. El “sentido de la realidad” que aprendió de Berlin es, ante todo, la “virtud de la calle”. El Ignatieff político renegaba de la soberbia que tentaba al Ignatieff intelectual: “Un conductor de autobús puede ser más perspicaz, a la hora de saber qué es cada cosa, que un premio Nobel. La única forma de comprender mejor la realidad es enfrentarse cada día al mundo”.

Para el Ignatieff político, la primera dimensión ética de la política es el sentido común. Así como el sentido común orienta a las personas a actuar en una u otra dirección, el sentido común fija los marcos de referencia de la actividad política, del arte de decidir y de mandar. El buen juicio en política se extravía cuando los políticos preferimos consultar el oráculo del interés propio, en vez de orientar la acción política con la brújula de nuestras “alarmas internas”. El poder, dice Ignatieff, puede perturbar la capacidad de guiar la decisión política conforme a los estímulos de la realidad. Reconocer que quienes sufren las consecuencias de las decisiones son otros, es la precondición del buen juicio en política. Ponerse en los zapatos de las personas como principio de la buena política.

La epidemia de influenza ha mostrado nuevamente la virtud de la calle. Millones de mexicanos salen de su casa con “cubrebocas”. Prolifera el uso del ahora famoso “gel antibacterial”. Los gestos habituales de saludo, los abrazos y los besos, que expresan la calidez mexicana, han sido sustituidos por una inclinación de cabeza o por un ligero contacto con el codo. Las ciudades testimonian el resguardo que a todos se ha prescrito. Suspensión parcial de actividades económicas. Las escuelas y las universidades esperan mudas la superación de la emergencia. La realidad de una contingencia ha sido enfrentada con virtud y entereza cívica: con la solidaridad y la responsabilidad de los mexicanos.

La situación imponía a los partidos el deber de aplazar el inicio de la campaña federal. Las preocupaciones ciudadanas están en la epidemia, en su fisonomía y las consecuencias, y no en aquello que los partidos quieren decir sobre el aborto, la pena de muerte o acerca de lo buenos que supuestamente eran algunos para gobernar. ¿Cómo explicar que mientras los niños no van a la escuela, los meseros no reciben sus propinas y los cines y teatros están cerrados, los partidos políticos se vuelquen a la confrontación electoral como si nada estuviere aconteciendo, como si nuestra vida cotidiana no se hubiere visto afectada? ¿Era mucho pedir que los partidos se autolimiten por la mínima y elemental sensibilidad hacia los ciudadanos?

Mal juicio de algunos partidos. Extravío del sentido común. Nueva oportunidad perdida para actuar con sentido de la realidad y honrar la virtud de la calle.

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