sábado, 30 de mayo de 2009

La libertad incómoda

La libertad incómoda
Roberto Gil Zuarth
13-Abr-2009
En el conflicto fecunda el desprestigio de la política; nace la ingobernabilidad. Las disputas alejan al ciudadano de la cosa pública.




En la discusión sobre la propaganda del PAN que, a través de un juego de palabras, enfatizaba diversas características de los gobiernos del PRI, dos argumentos fueron utilizados para resaltar su “impertinencia política”. Por una parte, que la crítica es causa de conflicto y de riesgo a la gobernabilidad. Por otra, que dicha crítica no reporta “valor agregado” a la deliberación democrática, pues sólo las propuestas —“las ideas”, según resbaladiza acepción de cuño priista— abonan a la calidad del debate público.

En estos argumentos coinciden tanto la estrechez biempensante de un cierto sector de opinión, como los nostálgicos del autoritarismo. Según ambos, hay buenas razones para desconfiar del libre flujo de opiniones. A fin de evitar nuevos males, es preferible callar. El discurso que resalta el consenso debe prevalecer sobre el debate que incomoda al adversario. El silencio no pone a prueba los adhesivos de la convivencia ni la lealtad democrática de los competidores. Los políticos deben resaltar las coincidencias y disimular las diferencias. Los desacuerdos, por profundos que sean, se tratan en privado. El espacio público es el reino del acuerdo, del lenguaje políticamente correcto, de la apariencia de entendimiento. En el conflicto fecunda el desprestigio de la política; nace la ingobernabilidad. Las disputas alejan al ciudadano de la cosa pública. Política de embelesos para capturar la atención del ciudadano.

Una argumentación similar fue recurrente en el régimen autoritario para inmunizar al PRI de la crítica; para justificar la censura y promover la autocensura. Las instituciones políticas encarnan la unidad de los mexicanos. La crítica erosiona el aprecio social sobre estas instituciones y, en consecuencia, la unidad nacional. Cuestionar a las instituciones del Estado es un atentado contra la existencia misma de la sociedad. La censura es la reacción debida frente a expresiones que socavan los cimientos de la organización política. La autocensura es deber patriótico. La libertad de expresión amenaza a la legitimidad de la autoridad y, por tanto, a la capacidad del Estado para mantener la paz social. La crítica a la autoridad política es tan condenable como el acto de un hijo que cuestiona a su padre. La insolencia de un menor de edad que no sabe lo que quiere.

La transición dio paso a una sociedad abierta y plural en la que todo está sujeto a escrutinio. Pervive, sin embargo, la intención política esencial de ese discurso: la libertad de expresión debe ceder ante los imperativos de la necesidad política. Las condiciones políticas del país, el pasado reciente, la inevitable cadencia histórica de las revoluciones, exige no importunar al adversario. Del partido en el gobierno se exige resistencia estoica frente al juicio público de la oposición. Su deber es callar, si aspira a que mañana la oposición preste sus votos en el Congreso. La gobernabilidad como chantaje. La inmunidad política como pago a la cooperación.

La libertad de expresión tiene un valor preponderante en la democracia. Es el dispositivo para formar opinión pública y generar acción colectiva. Esa libertad hace posible el pluralismo político. En la idea de que el debate político requiere tutelas, subyace otra desconfianza: el ciudadano es incapaz de formarse un juicio propio sobre los asuntos públicos. Desconfianza hacia el ciudadano en la que incuba el elitismo político; la nueva edición del despotismo ilustrado.

La transición dio paso a una sociedad abierta y plural en la que todo está sujeto a escrutinio.

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